16/12/09

"EL DOCTOR PÁJARO-RATÓN", DE REGINALD BRETNOR


Reginald Bretnor (Alfred Reginald Kahn, escritor de nacionalidad estadounidense nacido en 1911, en la ciudad portuaria de Vladivostok, Costa del Pacífico, Siberia, Rusia, y fallecido en 1992, en Medford, Oregon)

He aquí un relato de ciencia ficción para mí muy queer y desde luego bastante perverso. Fue publicado en la antología Extraños compañeros de cama. Selección de Thomas N. Scortia. Barcelona, Martínez Roca, 1979.

Añado algunos datos más sobre el autor y algunas amistades suyas, pues me parecen interesantes:

Reginald Bretnor escribió relatos cortos de ciencia ficción, y libros de teoría militar. También es conocido porque fue amigo y socio de Anton Szandor LaVey, fundador de la Iglesia de Satán.

(Anton Szandor Lavey (Chicago, 1930- S. Francisco, 1997), fundó la Iglesia de Satán, en 1966, en California. LaVey negaba la figura de Satán como un ser malvado y lo describía como un mito, la representación de la inteligencia y la humanidad en la Tierra, pues era un ángel de Dios y pensó por sí mismo y se rebeló contra él. El satanismo de Anton LaVey decía promover la humanidad y la libertad, y renegaba del cristianismo, además de condenar los sacrificios y profanaciones que otros proclamados satánicos realizaban, a los que acusaba de ser tan estúpidos como los cristianos y de dar un mal nombre al satanismo. Creía en la dualidad entre el bien y el mal de este mundo y que el satanismo era exactamente eso, la unión de extremos, como el Yin y yang, ya que sin bien no habría mal y sin mal no habría bien. La Iglesia de Satán está reconocida como un culto legítimo en Estados Unidos)
(Datos tomados de Wikipedia)

 
 
El doctor Pájaro-ratón aprendió el inglés en sólo dos semanas. Cada mañana se encontraba con Vandercook en la puerta del bote espacial y se alejaban caminando, o al menos Vandercook caminaba, mientras el doctor Pájaro-ratón revoloteaba y brincaba sobre la fresca hierba azulada en dirección a los árboles rosáceos del seto, donde se sentaban sobre mullidas hierbas llamadas tirmlings y trogs. A Vandercook le gustaban los trogs porque no chirriaban como los tirmlings y además estaban secos.
Evidentemente, la relación no era de hecho tan informal como pudiera parecer.
Vandercook no caminaba realmente sobre la hierba. Los extraños amiguitos del doctor Pájaro-ratón extendían siempre una espléndida alfombra roja desde la puerta del bote espacial a través de la arboleda exterior y del lugar reservado a las gesticulaciones, hasta la arboleda interior. Allí servían el gran banquete de la mañana, una especie de ensalada de frutas con verduras y Smorgasbord y desplegaban sus más bonitos gestos mientras
Vandercook comía, y continuaban gesticulando hasta que la duodécima Luna de Eetwee -la más rápida, la verde - pasaba por tercera vez sobre sus cabezas.
Vandercook atribuía todo esto a su propia abundancia de recursos y velocidad de pensamiento. En cuanto el doctor Pájaro-ratón hubo aprendido inglés suficiente para preguntarle a qué se dedicaba, se presentó como enviado extraordinario y embajador plenipotenciario de la Tierra en Eetwee. Con este ardid se evitó tener que explicarle su verdadera profesión al doctor Pájaro-ratón, cómo había viajado de planeta en planeta tocando el piano y cómo brillaba la luz de las tres viejas, románticas y retorcidas lámparas de aceite sobre su lustroso cabello ondulado, su chaqué listado, su sonrisa roja y sus blancas manos velludas; y cómo las mujeres, delgadas, jóvenes y solitarias, o hambrientas y de mediana edad, o anhelantes y viejas, habían permanecido sentadas muy quietas, escuchándole y devorándole con sus estúpidos ojos humedecidos.
Pasó un mal rato cuando la personalidad del doctor Pájaro-ratón, que había florecido al amparo de su locuacidad, comenzó a presentar un inquietante parecido con la de su propio tío Edwin, una persona anciana, de sexo indeterminado, con unos ingresos suficientes para permitirse revolotear en el círculo exterior de las Artes. Cuando el doctor Pájaro-ratón le hubo llamado varias veces "querido muchacho", para ofrecer a continuación una reproducción perfecta de la risita de soprano del tío Edwin, Vandercook le preguntó francamente:
- ¿Está leyendo mis pensamientos?
El doctor Pájaro-ratón volvió a reír, emitió un silbido y respondió:
- Querido e ingenuo muchacho, me encantaría poder leerlos y saber todas las dulces ideas que le pasan por la mente. Pero no puedo. Aquí, en el querido pequeño Eetwee, somos todos muy intuitivos, pero, simplemente, no soy telepático.
Vandercook se acomodó en su trog, aceptablemente seguro de que las dulces ideas que ocupaban su mente se hallaban ocultas en lugar seguro. Esas ideas hacían referencia a lo que había estado haciendo desde su llegada y a sus planes para el futuro, formados a los quince minutos de aterrizar en Eetwee. Su profesión no ofrecía tantas compensaciones como al parecer brindaba en los días más substanciosos del siglo XX y había estado esperando la oportunidad de dejarla. Además, estaba harto de mujeres ardientes pero desagradables, por separado o llenando salas enteras. Estaba aburrido y cansado de las bromas vulgares que constantemente le hacía al respecto su gordo hermano, Hughie, sobre todo cuando eran en público y delante de sus ruidosos amigotes de cara colorada. Hughie era transportista y disponía de toda una serie de actrices, modelos y artistas de cabaret absolutamente pornográficas. Vandercook había estado reflexionando al respecto. De pronto tomó una decisión; abandonó a su empresario y piloto y emprendió la huida con el bote espacial y sus bártulos. Luego, no tardó en extraviarse hábilmente y fue a parar por casualidad a Eetwee.
En fin, muy pronto, si quería, estaría en condiciones de comprarse el harén más exquisito del mundo. Se las imaginaba morenas, rubias y pelirrojas, todas en un lujoso decorado de baño turco, mientras Hughie babeaba de envidia al otro lado de la puerta.
¡Chico, sería toda una lección para él!
En el acto comprendió que los amigos del doctor Pájaro-ratón valían dinero. Tanto valían que incluso con los que pudieran caber en su bote espacial tendría ya una fortuna.
En general, no valía la pena dedicarse a exhibir extraterrestres; eran demasiado distintos.
Un par de monos sacados de un zoológico podían robarles el espectáculo en cualquier momento. Además, precisaban atmósferas y temperaturas especiales, sin hablar ya de los menús. Pero todos los amigos del doctor Pájaro-ratón respiraban oxígeno y cada uno de ellos tenía un aspecto casi tan familiar que era posible permanecer horas enteras mirándolos e intentando descubrir dónde estaba la peculiaridad, tal como le había ocurrido al principio a Vandercook. Luego, uno acababa llegando a la conclusión de que cada uno de ellos constituía una especie distinta.
Vandercook sabía que si uno coge una copa alta, vierte en ella un vasito de coñac y otro de tequila, y luego la llena de champán, el resultado es algo único. Tal vez el cóctel recuerde un poco los ingredientes, pero pose nuevas y especiales características propias y éstas son claramente funcionales. El doctor Pájaro-ratón era así. A primera vista, a Vandercook le hacía pensar en la mezcla de un ave bastante grande, tal vez de la familia de los faisanes, y un ratón bastante grande, no un cruce forzado, ni una unión antinatural de genes hostiles, sino una sutil fusión, que a su vez modificaba los ingredientes. El doctor Pájaro-ratón no era un ratón más un pájaro. Era algo de una categoría superior. No tenía plumas ni pelo, pero poseía la resultante de ambos, una suave capa que revelaba los brillantes dibujos del plumaje ancestral bajo su gris superficie. Tenía alas que se plegaban discretamente para no interferir con su aspecto ratonil una vez posado en el suelo. Tenía un pequeño pico oscuro que se arrugaba, manos en las extremidades anteriores y posteriores y un abanico en forma de parasol, que le servía de estabilizador, en el extremo de la cola. Y en este aspecto particular, el de su total singularidad, todos sus amigos eran como él.
En cuanto pudo hacerlo, Vandercook le preguntó la razón de este hecho.
- ¿Dónde está el resto de cada especie? - le preguntó -. ¿Por qué sólo he visto uno de cada clase?
- ¿Especies? ¿Qué resto?
El doctor Pájaro-ratón parecía sorprendido.
-Claro - dijo Vandercook -. Todas las criaturas iguales entre sí, todos los osos o tigres o caballos o lechuzas, todos los..., bueno, todos los Pájaros-ratones.
- Quiere decir... - de pronto el doctor Pájaro-ratón pareció muy excitado -. ¿Quiere decir que todavía tienen especies en la Tierra?
- Pues sí, naturalmente - respondió Vandercook.
- ¡Cielo santo! Y... ¿no son infecundas?
Soltó una gran carcajada despreocupada a costa de Vandercook. Éste, cogido un poco por sorpresa, echó un rápido vistazo a los amigos del doctor Pájaro-ratón que tenía a su alrededor, abrió la boca y sacudió la cabeza sin decir palabra.
- ¡Dios mío, Dios mío! - El doctor Pájaro-ratón empezó a aletear, a silbar y a dar saltos sobre su tirmling. Luego se calmó un poco y palmeó la rodilla de Vandercook.
- Pobre, pobre criatura - murmuró -. ¡Qué aburrida debe de ser su vida, querido muchacho!
Después el doctor Pájaro-ratón le hizo muchísimas preguntas y Vandercook le dijo todo lo que consideró que podía revelar sin riesgo sobre la reproducción en la Tierra, poniendo gran cuidado, como es lógico, en no herir sus sentimientos.
Cuando hubo terminado, el doctor Pájaro-ratón intentó consolarlo lo mejor que pudo.
- Debe procurar no preocuparse demasiado - dijo amablemente -, pues estoy seguro de que algún día también ustedes llegarán a estar civilizados. Nosotros éramos primitivos, antes de la intervención del apreciado señor Gibón. Teníamos toda clase de especies, que se iban reproduciendo absolutamente sin ningún motivo.
Vandercook le preguntó quién era el amable señor Gibón, y el doctor Pájaro-ratón señaló de inmediato a uno de sus amigos, el cual el entregó una pesada bolsa marrón que llevaba. El doctor Pájaro-ratón extrajo de ella un bonito retrato tridimensional, en un estuche de plástico, de lo que parecía ser un serio mono listado con sobrias gafas y un trasero de color rojo intenso.
- Gibón es la mejor aproximación posible de su nombre en su lenguaje - declaró el doctor Pájaro-ratón -. Hizo toda clase de maravillas, pero lo más maravilloso de todo fueron sus medicinas. La primera se llamaba Fortificante mental del señor Gibón y lo vendía en deliciosas botellitas azules, rectangulares, y los otros gibones las agotaron todas y las repartieron a todos los demás para ver qué pasaba. Lo que pasó, naturalmente, fue que pronto los gibones dejaron de ser la única especie inteligente y civilizada, pues los demás eran ahora tan listos como ellos. Los leones, tigres y demás animales dejaron de matar y devorar a sus nuevos amiguitos y se hicieron ingenieros civiles, violinistas, peritos de seguros, y se doctoraron en las más interesantes ramas del saber. Todo el mundo estaba muy contento, querido muchacho.
Por unos minutos, Vandercook acarició la idea de conseguir unos cuantos cientos de litros de tónico mental y administrárselo a los leones, tigres y demás animales de la Tierra; y después tomaría el poder y se erigiría en dictador con su ayuda. Luego recordó que, en Eetwee, su único efecto había sido transformarlos a todos en pacifistas y volvió con alguna reticencia a su más modesto plan inicial.
- Pero no eran ni la mitad de felices de lo que llegarían a ser después - siguió diciendo el doctor Pájaro-ratón, pues entonces salió a la venta el Catalizador genético del señor
Gibón. Tenía sabor a regaliz, y era buenísimo y se vendía en coquetonas botellitas cuadradas de color verde, con un retrato del querido señor Gibón en la etiqueta, conque naturalmente todo el mundo lo compró. Pero lo mejor de él fue que en el acto hizo infecundas a todas las especies.
-¿A todas? - le interrumpió Vandercook, ligeramente incrédulo.
-A todas excepto a los peces, querido muchacho, y con ellos no habría tenido ninguna gracia. Actúa sobre los genes y los cromosomas y esas cosas; y en cierto modo los modifica y los adapta, de modo que sólo quedan las características más agradables y todo resulta simplemente hermoso por muy distintos que seamos. Actualmente, como es lógico, las especies están completamente mezcladas, pero cada nueva persona que nace sigue presentando lo que llamamos caracteres dominantes, dos de ellos como Pájaroratón, por ejemplo, que nos recuerdan los malos, viejos tiempos. ¡Y es tan artístico! Aquí en Eetwee, querido muchacho, lo último que se nos ocurriría es separar las ovejas de las cabras. Y aquí... - el doctor Pájaro-ratón soltó una risita y guiñó un ojo -, aquí el león realmente yace con la oveja. Sí, de verdad.
Vandercook empezaba a comprender todo el alcance del proyecto de vida del señor Gibón. Incluso él estaba anonadado.
- ¡Pero eso es imposible - exclamó -. Quiero decir..., al fin y al cabo..., los meros problemas mecánicos...
El doctor Pájaro-ratón le aseguró que no había habido absolutamente ningún problema.
- El fortificante mental del señor Gibón nos hizo muy inteligentes a todos - dijo con sencillez; y entonces, antes de que Vandercook pudiera insistir en el tema, lo abandonó con la promesa de que ya le ofrecería mayores detalles más adelante -. Pero primero, querido muchacho... - Hizo un gesto a tres de sus amigos, que se acercaron, caminando, reptando y a saltos, y tomaron asiento -, quiero presentarle a nuestro joven señor Serpiente-cerdo..., ¡una persona tan dulce y sensible! Se presentó ante la Academia Nacional y ganó el primer premio. Y el doctor Leopardo-oveja, que preparó la combinación, y la querida señorita Alce-buitre. ¿No es espléndida? Un espécimen notable que contribuyó en el arreglo. Ahora es la señora de Leopardo-oveja...
El joven señor Serpiente-cerdo enroscó la cola con embarazo; el doctor Leopardo-oveja tenía un aire de imperturbable orgullo y su consorte resultaba más bien monstruosamente recatada. Y, al contemplar el resultado, Vandercook advirtió que si bien Serpiente-cerdo eran claramente los caracteres dominantes, podían detectarse ecos y resonancias de Leopardo-oveja aquí y de Alce-buitre allá. Comprendió, asimismo, que el arte de la combinación genética en Eetwee era equivalente al arte de los arreglos florales en el Japón, pero todavía más acentuado. Por ello comentó educadamente que el señor
Serpiente-cerdo era una verdadera obra de arte, que los genios que lo habían concebido merecían toda clase de felicitaciones y que estaba encantado de conocerlos.
El doctor Pájaro-ratón tradujo todo esto y sus interlocutores se mostraron visiblemente complacidos. La combinación se retorció avergonzada. Los genios se rieron tontamente y movieron inquietos los pies. Luego todos se pusieron a hablar al unísono.
- Están sencillamente encantados, querido muchacho - declaró el doctor Pájaro-ratón - y están seguros de que usted debe haber producido toda clase de deliciosas combinaciones en su pequeño planeta y quisieran que les explicara cómo las hizo y cuántos premios ha ganado.
La mayor parte de las breves aventuras de Vandercook habían sido transacciones comerciales con admiradoras bien situadas, las cuales, se estremecía sólo de recordarlo, invariablemente intentaban casarse con él o adoptarlo. Incluso cuando había permanecido a su lado el tiempo suficiente para averiguar si se trataba de lo uno o de lo otro, ello nunca había dado lugar a ninguna pequeña combinación. Sin embargo, astutamente, decidió no mencionar este hecho a sus oyentes y se declaró padre de unas cuantas docenas de criaturas. Estas, fanfarroneó, habían ganado toda clase de premios y estuvo a punto de declarar que arias de ellas habían llegado a ser Águilas de los Muchachos Exploradores, pero decidió que era muy posible que interpretaran mal esa expresión. Todos sus hijos, dijo, eran apuestos, sanos y normales. Al oír esto, la señorita Alce-buitre quiso saber qué significado tenía la palabra normal: y cuando el doctor Pájaro-ratón se lo explicó, ella le rogó que tuviera a bien expresar sus más sinceras condolencias a su desgraciado visitante.
Vandercook los examinó a los tres y se imaginó las largas, rentables colas de visitantes alineados ante la taquilla. Se dijo que aquellas gentes de Eetwee eran listas; se precisaría un poco de lobotomía para solventarlo... Luego agradeció muy cortésmente a la señorita Alce-buitre y dijo que demasiado bien sabía él cuán monótona resultaba la vida en la Tierra, teniendo que hacer siempre las mismas combinaciones, año tras año. Explicó que ello era inevitable, pues el hombre era superior a todos los animales inferiores, hecha salvedad de su presente compañía, naturalmente. Sin embargo, en su opinión, ambas culturas podían aprender mucho una de otra; y esa era la razón, dijo, de que la Tierra le hubiera enviado a Eetwee, a fin de invitar a una misión cultural de Eetwee para que le acompañara en su viaje de regreso y realizara una larga y agradable visita a su planeta.
Sugirió que tal vez el doctor Pájaro-ratón y sus tres amigos, con otros ocho o diez más, podrían formar un buen grupo para empezar.
El doctor Pájaro-ratón parecía tener ciertas dificultades para traducir sus comentarios, y el motivo resultó evidente cuando hubo terminado. Todos rompieron a reír. El doctor
Pájaro-ratón brincaba de un lado a otro. El joven señor Serpiente-cerdo se enroscaba y se retorcía. El doctor Leopardo-oveja y la señorita Alce-buitre se bamboleaban sobre sus tirmlings.
- ¡Mi querido, absurdo, buen muchacho! - balbuceó el doctor Pájaro-ratón cuando se hubo recuperado lo suficiente para pronunciar algunas palabras -. Pretende que vayamos a la Tierra! ¿Para qué diantres? Nos divertimos tanto aquí...
Vandercook controló su impaciencia como buenamente pudo. Pasaba gran parte del tiempo imaginándose rodeado de las más apetecibles jovencitas que quepa imaginar y mirando con desdén no sólo a Hughie y todos sus vocingleros amigotes, sino también a sus antiguas protectoras, embadurnadas y teñidas, voraces, plañideras y marchitas. Esas fantasías le hacían sentirse muy viril.
El resto del tiempo lo dedicaba a largas conversaciones con el doctor Pájaro-ratón y a seguir el ritmo de la marejada social de Eetwee, expresión que sólo tuvo que tomar al pie de la letra en una ocasión, cuando le invitó a cenar el anciano señor Gaviota-marsopa.
Esas conversaciones aburrían al doctor Pájaro-ratón. Las descripciones que le hacía Vandercook de la vida de un embajador plenipotenciario y enviado extraordinario le parecían sencillamente ridículas. A fe suya, decía con retintín, no lograba comprender cómo podía quedarle ningún momento para dedicarlo a actividades artísticas. Era completamente antinatural.
Y Vandercook le replicaba que si todo ello le parecía tan raro a su anfitrión era debido a que él era un hombre, no un Pájaro-ratón, y no había disfrutado de las ventajas del fortificante mental del señor Gibón, y de todos modos iba pasando el tiempo y él tenía que emprender el regreso. ¿No querrían el doctor Pájaro-ratón y sus amigos hacerle un favor a la Tierra y acompañarle en su viaje?
Entonces el doctor Pájaro-ratón volvía a repetirle una vez más que el viaje simplemente no ofrecía ningún incentivo para ellos, que no deseaban conocer la poesía de Ezra Pound, ni los secretos de la fisión nuclear, ni The pines of Rome, ni tan sólo la versión en comics de El amante de lady Chatterley, pues ninguna de esas cosas, pese a su posible valor intrínseco, guardaba ninguna relación con la producción de pequeñas combinaciones.
Siempre que Vandercook intentaba oponer alguna objeción era la hora de un banquete o de un desfile, y el doctor Pájaro-ratón le decía que no se preocupara, que todo sería por su bien, puesto que Eetwee realmente era el mejor de todos los mundos.
Se celebraban cinco banquetes diarios en el jardín intramuros, e interminables rituales en el lugar reservado a las gesticulaciones, y meriendas al aire libre en el jardín extramuros, entre una y otra comida. Hacían visitas a ciudades vecinas y paseaban pausadamente por sus suaves calles reticuladas, en cuyas zonas sombreadas, verdes arañas agitaban su lánguido follaje. Y luego recorrieron las galerías de arte y los museos, los cuales podrían haber resultado más entretenidos si el doctor Pájaro-ratón no hubiera insistido en presentarle a todas las piezas en exhibición, obligándole a inventar un cumplido trivial tras otro para no desentonar en su calidad de embajador.
La existencia comenzaba a hacérsele bastante monótona a Vandercook. Exprimió su ingenio en busca de nuevos argumentos en favor de una misión cultural, sin conseguir nada. Luego, con la esperanza de que el fortificante mental tal vez pudiera aguzar su inventiva, comenzó a insinuar, cada vez más descaradamente, que una dosis del mismo sería bien recibida. Sus insinuaciones pasaron inadvertidas. Por fin, durante una fiesta en casa del doctor Pájaro-ratón, descubrió la pequeña botellita azul sobre una repisa del cuarto de baño, justo debajo de la bañera empotrada y se la bebió de un trago. Al día siguiente consiguió arreglar sin ninguna dificultad una cremallera que se había quedado atascada, un problema que siempre le había desbordado en el pasado. Por lo demás, la pócima no parecía haber surtido ningún efecto y se sintió bastante desalentado.
Se tornó irritable e impaciente y comenzó a perder color; y el doctor Pájaro-ratón no hizo más que empeorar las cosas preocupándose por él. Adquirió la costumbre de aletear compasivamente sobre su hombro, mientras le miraba de un modo extraño y decía:
- ¿Se siente bien, querido muchacho? ¿Seguro que es perfectamente feliz? ¿No tendrá algún pequeño problema que quiera confiarme?
Hubo un momento en que Vandercook, que ya empezaba a desesperarse, consideró la posibilidad de formular un ultimátum: o bien enviaban la misión o serían atacados por una flota espacial dotada de las armas más modernas. Pero algo, tal vez el fortificante mental del señor Gibón, le hizo sospechar que ello no les impresionaría. A cambio, optó por un ultimátum de carácter menos violento.
- Me marcho el próximo martes - le dijo al doctor Pájaro-ratón en tono casual -. Confío en que para ese día algunos de ustedes se hayan decidido a acompañarme. Pero, tanto si vienen conmigo como si no, ahora me toca a mí ofrecerles una fiesta, sólo para usted, el presidente Oso-zarigüeya y su familia y un par de amigos íntimos, el señor Serpientecerdo y sus padres, usted ya me entiende. La fiesta tendrá lugar en mi bote espacial algunas horas antes del despegue y serviré setas, corazones de alcachofa, champán y dulce de chocolate.
Naturalmente, no dijo palabra de que pensaba encerrarlos en la cabina y bombear luego una buena dosis de un fuerte anestésico, pero el doctor Pájaro-ratón se asustó mucho a pesar de todo.
- ¡Mi querido, querido muchacho! - dijo con voz chillona -. No es posible que quiera hacer eso... cuando todavía no hemos tomado tan sólo una decisión. Nos ha causado tantas preocupaciones; hemos estado considerando su caso y hemos hablado de usted. Y queremos proceder correctamente, mi buen muchacho. Queremos asegurarnos de que será feliz. ¿No podría esperar un par de días, por favor? Me gustaría que tuviera una larga charla íntima con la señorita Vaca-tortuga antes de decidirse. Ella es muy dulce y comprende todos esos problemas...
Al cabo de quince minutos de oírle hablar de esa guisa, Vandercook aceptó entrevistarse con la señorita Vaca-tortuga y dijo que aplazaría su partida hasta el jueves por la noche. No estaba dispuesto a esperar más.
- Está usted cambiado, querido muchacho -dijo con tristeza el doctor Pájaro-ratón -. Supongo que nadie le habrá dado unas gotitas de fortificante mental, ¿o se lo han dado?
¿La querida señorita Alce-buitre o alguien por el estilo?
Vandercook soltó una risita, le confió lo ocurrido en su cuarto de baño y se disculpó diciendo que sólo tenía un poco de sed.
El doctor Pájaro-ratón se secó la transpiración de su cuarzada lengüita y dijo:
- ¡Cielo santo! Y se bebió todo eso de un solo golpe. ¡Y no se desintegró! Me alegro mucho, querido muchacho.
Durante unos instantes, Vandercook se sintió claramente conmocionado; al parecer, el uso incontrolado de los elixires del señor Gibón tenía sus riesgos. Luego rechazó virilmente esas preocupaciones y se concentró en la puesta en práctica de su plan que, de momento, consistía en seguirles la corriente a las gentes de Eetwee y minimizar al máximo sus sospechas.
Tuvo una larga charla muy aburrida con la señorita Vaca-tortuga. El doctor Pájaro-ratón le había enseñado un poco de inglés y ella le hizo muchas preguntas en voz tenue y mugiente, se interesó por su carrera y quiso saber si realmente se había adaptado y por qué la Tierra enviaba embajadores a viajar de un lado a otro cuando podrían resultar mucho más útiles si se dedicaban a hacer combinaciones en sus casas. El le respondió con gran astucia y le repitió su historia sólo con leves variaciones; y se abstuvo de manifestar el menor desagrado por la molesta costumbre de la señorita Vaca-tortuga, que retraía los cuernos y hundía la cabeza en su caparazón siempre que tenía que anotar algo. Cada vez que ello ocurría, él se limitaba a pensar en las actrices, las modelos y en los celos que tendría Hughie.
Después de eso, aceptó diplomáticamente la invitación del presidente para que pasara los pocos días que le restaban de estancia con la familia Oso-zarigüeya en la mansión del ejecutivo. Se dirigió a la ciudad en compañía del doctor Pájaro-ratón y el joven señor Serpiente-cerdo. Aunque la ciudad estaba aún más alejada de los jardines que el bote espacial, las alfombras rojas cubrían cada milímetro del recorrido y el público había acudido para hacer gestos aún más eetwianos que de costumbre. Los cuatro días que siguieron no parecían tener fin. De vez en cuando, Vandercook abordaba al presidente, o a uno de los ministros, o al doctor Pájaro-ratón en persona y les preguntaba si habían tomado una decisión; siempre respondían que lo sentían tanto, pero no habían tenido tiempo, y en esa momento se iniciaba justamente un banquete en la habitación contigua y ¿no querría acompañarles?
Vandercook engordó cuatro kilos. Estaba casi a punto de estallar cuando el presidente Oso-zarigüeya le estrechó la mano después del tercer banquete del jueves y le dijo que había sido un placer tenerle como huésped en su casa - ninguna molestia, en absoluto - y le aseguró que todos estarían encantados de asistir a cuantas fiestas decidiera celebrar, cuando él quisiera, y le palmeó la espalda y le susurró que el doctor Pájaro-ratón tenía noticias muy placenteras que comunicarle sobre la decisión que habían tomado.
Vandercook se sentía muy animado cuando emprendió el camino de regreso sobre las espléndidas alfombras rojas en compañía del doctor. Su animación no le abandonó a pesar de que el doctor no paraba de reír por lo bajo y se negaba a decirle nada excepto:
- Es una sorpresa adorable..., simplemente demasiado adorable para expresarla en palabras.
Llegaron al jardín intramuros, al rincón donde los árboles que formaban la verja se abrían sobre el claro.
- Ahora tiene que cerrar los ojos, mi querido muchacho - anunció el doctor Pájaro-ratón
-. Así tendrá mucha más gracia.
Vandercook cerró los ojos, esperando ver aparecer dentro de un instante a los amigos del doctor Pájaro-ratón, bien con las maletas hechas para partir en misión cultural o bien formando un grupo ansioso de asistir a la fiesta. Tanto le daba que fuera lo uno como lo otro. Entonces el doctor Pájaro-ratón le hizo doblar la esquina y luego avanzaron varios metros. Vandercook abrió los ojos...
- ¡Mire! - exclamó el doctor Pájaro-ratón -. ¿No es una belleza? ¡Le hemos construido una casa!
Vandercook miraba anonadado. La misión cultural no se divisaba por ninguna parte.
Ante sus ojos se alzaba una casa circular de metal que recordaba un hongo muy grueso, con un porche saliente y un par de ventanas en forma de ojo de buey. Mientras el doctor Pájaro-ratón le instaba a seguir adelante tuvo la horrible sensación de que ya había visto eso antes en alguna parte.
- ¿De do-dónde han s-sacado e-ese metal? - balbuceó.
- De su desagradable y viejo bote espacial - replicó orgulloso el doctor Pájaro-ratón -.
Lo hemos fundido. Estábamos seguros de que a usted no le importaría, querido muchacho.
Vandercook le siguió a través de la puerta. Contempló las mesas y las sillas de la nave espacial a su alrededor y vio nuevas piezas de mobiliario fabricadas a partir de sus piezas antes útiles. Divisó su piano cromado y chapado en oro, con las atractivas lámparas de aceite a la antigua usanza. El doctor Leopardo-oveja, la señorita Alce-buitre y el joven señor Serpiente-cerdo, le esperaban allí reunidos, luciendo en sus rostros las expresiones satisfechas típicas de todos los comités de recepción.
- ¡Cielos! - graznó Vandercook -. ¡E-estoy varado!
- Mi querido muchacho - exclamó el doctor Pájaro-ratón -. ¡Qué inteligente es usted!
¡Ha dado exactamente en el clavo!
Todos parecían terriblemente complacidos, a excepción de Vandercook, que en el acto comprendió la enormidad de lo sucedido. Los años luz que separaban Eetwee de la Tierra dejaron de ser simplemente un breve salto de tres semanas para alcanzar toda su terrible extensión. La perspectiva de enriquecerse fácilmente con la venta de los amigos del doctor Pájaro-ratón se desvaneció en una desolada, fría oscuridad. Y otro tanto ocurrió con las damitas que debían impresionar a Hughie.
Era demasiado. Vandercook comenzó a pasearse a grandes zancadas, delirante y enfurecido. Agitó sus hirsutas manos regordetas y amenazó destruir Eetwee con todos sus habitantes. Empleó expresiones poco educadas para referirse al doctor Pájaro-ratón y todos los demás habitantes de Eetwee y habló en términos muy desagradables de la superioridad del hombre sobre todo el restó de la embrutecida creación, de la cual ellos también formaban parte, pese a toda su inteligencia.
El doctor Pájaro-ratón y sus amigos no le interrumpieron en ningún momento. En una ocasión, el doctor Pájaro-ratón comentó sotto voce:
- Pobre chico, está delirante de alegría.
El doctor Leopardo-oveja le susurró a su mujer algo sobre sedantes. Pero, excepto eso, no dijeron nada hasta que él se hubo apaciguado, lo que ocurrió de forma muy repentina.
Un minuto casi parecía a punto de cometer una violencia personal y al minuto siguiente había comprendido que, aun siendo pacifistas, el doctor Leopardo-oveja, la señorita Alcebuitre y el joven señor Serpiente-cerdo estaban dotados de horribles colmillos, o bien de impresionantes cascos, o de una terrorífica musculatura. Bruscamente se sentó.
La señorita Alce-buitre se le acercó en el acto y comenzó a acariciarle la mano. El doctor Leopardo-oveja tosió y rió suavemente en señal de simpatía. El doctor Pájaro-ratón aleteó, revoloteó y dijo:
-Mi querido, querido muchacho. Todo ha sido por su bien. Hemos hablado muchísimo de su caso y hemos decidido hacer lo más conveniente.
Siguió explicando que desde el momento de su primer encuentro le habían tomado afecto a Vandercook, pero que durante largo tiempo habían dudado sobre la conveniencia de retenerle en Eetwee. Comprendían que en él fondo de su corazón era un artista y que no había sido feliz durante todo ese tiempo, obligado a trasladarse siempre de un mundo a otro, pero, aun así, se trataba de su profesión y le veían siempre muy ansioso de emprender nuevamente el vuelo. Era un verdadero enigma. Los mejores cerebros de
Eetwee se habían dedicado día y noche a desentrañarlo.
- Y nunca diría - comentó el doctor Pájaro-ratón con una risita - qué cosa más absurda sugerí yo al principio. Creí que a usted le gustaba la diplomacia y deambular de un planeta a otro. ¡Imagínese! Realmente debí adivinar desde un comienzo que usted detestaba todo eso y lo que de verdad deseaba era instalarse en alguna parte y hacer toda clase de graciosas combinaciones...
La idea de unas graciosas combinaciones evocó un vívido cuadro mental. Vandercook se estremeció.
- ¿Qué sabe usted de eso? - dijo bruscamente -. ¡Dentro de un instante me dirá que es capaz de leer mis pensamientos!
- Cielos, no - replicó el doctor Pájaro-ratón -. Yo no puedo hacerlo pero la señorita
Vaca-tortuga sí puede. ¡Bendita sea! Es tan buena persona..., realmente lo hizo muy bien, teniendo en cuenta cuán extraño era todo para ella. Logró vislumbrar varios detalles de unos planes que tenía usted. Eran terriblemente románticos, pero por alguna razón usted no parecía verdaderamente demasiado satisfecho con ellos. Quiero decir que no parecía terriblemente entusiasmado. Pero ella comprendió la razón al primer atisbo: quienquiera que usted tuviera en mente, parecía tan desaliñado y poco atractivo. Y entonces... en fin, ella averiguó cuánto deseaba usted poder llevarse a algunos de nosotros y tuvo la impresión de que usted nos apreciaba muchísimo. Nos sentimos muy conmovidos, querido muchacho. Después de oír eso, el presidente Oso-zarigüeya, el doctor Leopardooveja, el joven señor Serpiente-cerdo y yo mismo, todos coincidimos en que usted se debatía realmente entre el amor y el deber y que, en el fondo, lo que de verdad deseaba era quedarse aquí en el querido pequeño Eetwee...
Se oyó un breve, tímido golpecito en la puerta y el doctor Pájaro-ratón exclamó:
- Adelante.
Entró la señorita Vaca-tortuga.
Vandercook la miró con abierta hostilidad.
- ¿Y me está diciendo que esa cosa leyó mis pensamientos? - preguntó -. ¿Ese... maldito monstruo de vaca-tortuga?
- Oh, ya no es la señorita Vaca-tortuga - le corrigió el doctor Pájaro-ratón -. Ahora es la señora Vandercook.
- ¿Qué? - bramó Vandercook.
- La señora Vandercook - repitió el doctor Pájaro-ratón -. Podrán hacer sus combinaciones los dos juntos. ¿No será hermoso?
Vandercook miró a su alrededor en busca de una salida. Sólo había una y el doctor Leopardo-oveja estaba mostrando los dientes apostado justo a ella. Vandercook recordó los buenos viejos tiempos y las innumerables hileras de dulces y delgadas jóvenes, dulces y jadeantes mujeres maduras y cariñosas y anhelantes ancianas, y cómo todas le devoraban con sus adorables ojos humedecidos. Rompió a llorar.
El doctor Pájaro-ratón y el joven señor Serpiente-cerdo en el acto le ayudaron a acomodarse en una silla.
- No debe tomárselo así, querido muchacho - dijo el doctor -. Ya sé que es una noticia maravillosa, maravillosa, pero no debe dejar que le afecte tanto. A fin de cuentas, le hemos traído cada día a los jardines de la luna de miel, sobre las alfombras rojas de rigor y todos los pajes y damas de honor gesticularon de la manera más adorable, y le hemos construido una casa aquí, en el mismo centro para prepararle psicológicamente. Incluso hemos conservado su piano para usted. Y ahora, querido muchacho... - Le tendió una pequeña copita de licor -. Bébase esto y se sentirá mucho mejor.
Vandercook alargó a ciegas la mano para coger la copa.
- De un solo trago - le indicó el joven señor Serpiente-cerdo.
Vandercook se lo bebió de un trago; en el acto se sintió mejor y ya era demasiado tarde cuando advirtió que la bebida estaba aromatizada con regaliz.
La señorita Alce-buitre aplaudió con sus manos en forma de alas.
- ¡Lo ven! - exclamó encantada -. ¡Les dije que no se desintegraría! Estaba seguro de que todas esas supuestas diferencias del hombre eran una tontería.
- Me alegro mucho - mugió ardientemente la señorita Vaca-tortuga.
- Es estupendo - declaró el doctor Leopardo-oveja -. Por primera vez después de siglos podemos trabajar con una especie completamente nueva. Pasará usted a la Historia, señor Vandercook.
Vandercook vislumbró el futuro en todas sus cuatro dimensiones, y todas y cada una le parecieron absolutamente detestables. Puso los ojos en blanco y apuntó un pálido dedo en dirección a la señorita Vaca-tortuga.
- No, no, n-n-no farfulló -. ¡N-no p-p-puedo quedarme aquí encerrado con eso!
El doctor Pájaro-ratón sonrió amablemente.
- No lo estará, querido muchacho. Le comprendemos mejor de lo que cree. Al fin y al cabo, esta dulce personita... - Hizo una reverencia -, advirtió que su papel de embajador no era más que una sublimación y que en realidad lo que usted deseaba era pasarse el resto de su vida revoloteando de una compañerita a otra como una querida abejita. La señorita Vaca-tortuga es sólo la primera. Mire por esa ventana.
Vandercook giró la cabeza como un robot. Afuera, junto a la puerta, esperaban pacientemente la señorita Camello-murciélago y la señorita Hipo-jirafa, la señorita Gansomono y la graciosa y pequeña señorita Rana-terrier; la señorita Yak-paloma y la señorita Foca-zorro y la gorda y madura viuda Caballo-conejo con todas sus simpáticas amigas.
La cola se extendía desde la puerta, a través del lugar reservado a las gesticulaciones y a lo largo del jardín extramuros, hasta la parcela donde antes se encontraba el bote espacial.
Poco a poco, en medio de su desesperación, Vandercook advirtió que su aspecto le era terriblemente familiar. Poco a poco, comenzó a sentirse extrañamente reconfortado.
Sollozó por última vez. Luego se dirigió al piano y exhibió su famosa, tierna sonrisa y, sin apartar ni un momento los ojos de las damas, comenzó a tocar la Sonata del Claro de Luna.

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