23/5/11

"EL PLANETA DE LOS PARÁSITOS", DE STANLEY G. WEINBAUM

El planeta de los parásitos (Parasite Planet)
Stanley G. Weinbaum (USA, 1902-1935)
©1935
Este relato de ciencia ficción, de la Edad de Oro, es un excelente ejemplo de space opera.

1

Por suerte para «Ham» Hammond, mediaba el invierno cuando empezó la erupción de barro. Mediaba el invierno en el sentido venusiano, que no puede compararse con la noción terrestre de dicha estación, salvo para los habitantes de las regiones tropicales, quizá, como la cuenca del Amazonas o el Congo.

Tal vez ellos podrían hacerse una vaga idea de lo que es el invierno en Venus, considerando los días más cálidos del estío y multiplicando por diez o doce el calor, las incomodidades y los desagradables pobladores de la selva.

En Venus, como bien sabemos ahora, las estaciones se alternan en hemisferios opuestos, al igual que en la Tierra, pero con una diferencia esencial. Aquí, cuando América del Norte y Europa se achicharran en verano, es invierno en Australia, Colonia del Cabo y Argentina. En los hemisferios norte y sur se alternan las estaciones.

Pero en Venus son los hemisferios oriental y occidental, ya que allí las estaciones no dependen de la inclinación con respecto al plano de la eclíptica, sino de la libración. Venus no gira, sino que vuelve siempre la misma cara hacia el Sol, la mismo que la Luna respecto de la Tierra. En una cara siempre es de día y en la otra siempre de noche. Y sólo a la largo de una zona entre los dos hemisferios, una faja de ochocientos kilómetros de anchura, es posible la vida humana. Viene a ser un delgado anillo que rodea el planeta.

El lado iluminado por el sol es un desierto abrasado, en el que no sobreviven sino algunas criaturas venusianas. Al lado nocturno, la faja habitable limita con la colosal barrera de hielo provocada por la condensación de las corrientes de aire que se agitan incesantes desde la atmósfera dilatada del hemisferio caliente hacia el frío.

El enfriamiento del aire tibio siempre provoca lluvias, y al límite de la oscuridad la lluvia se congela formando una gran banquisa. Es un misterio lo que existe más allá, qué formas fantásticas de vida pueden resistir en la oscuridad sin estrellas del hemisferio helado, o si la región está tan muerta como la Luna por su falta de atmósfera.

Pero la lenta libración, la pesada oscilación del planeta, provoca el efecto de las estaciones. En las tierras de la zona de penumbra, primero en un hemisferio y luego en el otro, el Sol velado por las nubes parece ascender gradualmente durante quince días y luego descender durante el mismo lapso de tiempo. Jamás asciende demasiado, y sólo cerca de la barrera de hielo parece tocar el horizonte, pues la libración sólo es de siete grados, si bien resulta suficiente para causar estaciones sensibles de quince días.

Y ¡qué estaciones! En invierno la temperatura a veces baja a treinta y dos grados, soportables a pesar de la humedad. y una quincena después, sesenta grados representan una mínima cerca del borde tórrido. Tanto en invierno como en verano se producen chaparrones intermitentes, para ser absorbidos por el suelo esponjoso y devueltos en forma de vapor pegajoso, desagradable y malsano.

La enorme humedad existente en Venus fue la mayor sorpresa para los primeros visitantes humanos. Naturalmente habían visto las nubes, pero el espectroscopio negaba la presencia de agua porque sólo analizaba la luz reflejada por las capas superiores de nubes, a ochenta kilómetros de la superficie del planeta.

Tal abundancia de agua tuvo consecuencias extrañas. No hay mares ni océanos en Venus, aunque es posible que en el hemisferio oscuro haya océanos extensos, inmóviles y eternamente congelados. En el hemisferio caliente, la evaporación es demasiado rápida; los ríos que bajan de las montañas heladas acaban por desvanecerse a efectos del estiaje.

Otra consecuencia es la naturaleza extrañamente inestable del terreno de la zona de penumbra. Lo recorren gigantescos ríos subterráneos invisibles, algunos hirviendo y otros fríos como el hielo de donde provienen. Esta es la causa de las erupciones de barro, tan peligrosas para la presencia humana en las Tierras Calientes; una zona de terreno firme y aparentemente seguro puede convertirse de pronto en un mar hirviente de barro, donde los edificios se hunden y desaparecen, arrastrando con frecuencia a sus ocupantes.

No hay modo de prever estas catástrofes; un edificio sólo está seguro en los escasos afloramientos de roca. De ahí que todas las colonias humanas permanentes se apiñen alrededor de las montañas.

Ham Hammond era traficante; uno de esos aventureros que siempre surgen en las fronteras y límites de las regiones habitadas. La mayoría de estos individuos se dividen en dos categorías: o son temerarios inquietos que buscan el peligro, o parias y criminales que buscan la soledad o el olvido.

Ham Hammond no entraba en ninguna de estas dos categorías. No buscaba cosas tan abstractas, sino que perseguía el viejo y palpable señuelo de la riqueza. De hecho, compraba a los nativos las cápsulas de esporas de la planta venusiana xixtchil, de donde los químicos terrestres extraían la trihidroxil-tres-tolunitrilo-beta-anthraquinona, xixtlina o triple T-B-A, tan eficaz para las curas de rejuvenecimiento.

Ham era joven y a veces se preguntaba por qué los viejos ricos —y las viejas— pagaban sumas tan exorbitantes a cambio de pocos años más de virilidad, pues los tratamientos no prolongaban en realidad la vida, sino que suscitaban una especie de juventud provisional y sintética.

El cabello cano obscurecido, las arrugas llenas, las calvicies cubiertas de pelusa y luego, pocos años después, la persona rejuvenecida quedaba tan muerta como lo habría estado de todos modos.

Pero mientras la triple T-E-A tuviera un precio equivalente a su peso en radio, Ham estaba dispuesto a arriesgarse para conseguirla.

Jamás había esperado realmente la erupción de barro. Claro que este peligro era omnipresente, pero al mirar distraído por la ventana de su cabaña hacia la retorcida y humeante planicie venusiana, y ver que estallaban a su alrededor los repentinos charcos hirvientes, fue para él una sorpresa a pesar de todo.

En un primer momento quedó paralizado, luego actuó rápida y frenéticamente. Se puso el traje protector de transpiel semejante al caucho; se calzó las grandes raquetas para caminar sobre el barro; cargó a la espalda la preciosa bolsa de cápsulas de espora y algunos alimentos, y salió rápidamente al exterior.

El suelo aún estaba medio sólido, pero ya la tierra negra hervía alrededor de las paredes metálicas de la cabaña. El edificio se ladeaba un poco; pronto desaparecería lentamente, tragado por el barro, entre gorgoteos y chasquidos a medida que se inundaba poco a poco el emplazamiento.

Ham salió de su estupor. No se podía permanecer inmóvil en medio de una erupción de barro, ni siquiera con la ayuda de las raquetas. Cuando la materia viscosa le atrapaba a uno, la desdichada víctima estaba perdida; no lograba levantar los pies a causa de la succión, y acababa por seguir la suerte de la cabaña.

Por eso Ham comenzó a alejarse del pantano hirviente, caminando con aquel peculiar paso deslizante que había aprendido con la práctica, sin levantar las raquetas sobre el barro, sino deslizándose y cuidando de que el barro no rebasara el curvado borde de ataque.

Era un ejercicio agotador, pero absolutamente necesario. Se deslizó hacia el oeste, porque era la dirección de la cara obscura y, si había que buscar un lugar seguro, así se dirigía hacia temperaturas más soportables. La zona del pantano era excepcionalmente extensa. Recorrió al menos un kilómetro y medio antes de alcanzar una ligera prominencia del terreno, donde las raquetas para el barro hallaron terreno firme o casI firme. Estaba cubierto de transpiración, y su traje de transpiel daba tanto calor como una sala de calderas, pero en Venus uno se acostumbraba a eso. Habría dado la mitad de su provisión de cápsulas de xixtchil a cambio de la posibilidad de abrir la mascarilla del traje y respirar aire, aunque fuese el húmedo y cargado de vapor de Venus. Pero esto era imposible, si se quería seguir viviendo.

En cualquier lugar cercano al límite cálido de la zona de penumbra, una bocanada de aire sin filtrar significaba una muerte rápida y muy dolorosa; Ham habría ingerido millones de esporas de aquel feroz moho venusiano, y éste crecería en masas peludas y nauseabundas dentro de sus fosas nasales, su boca, sus pulmones y, por último, sus oídos y ojos.

A veces, ni siquiera hacía falta respirarlas; una vez Ham vio el cadáver de un traficante invadido de mohos. El desgraciado había rasgado en algún accidente su traje de transpiel, y eso bastó.

Esta situación hacía que fuese un problema comer y beber al aire libre. Era necesario esperar a que una lluvia abatiese las esporas; entonces se estaba a salvo durante media hora más o menos.

Además era imprescindible tomar agua recién hervida y alimento recién sacado del bote; de lo contrario —y esto le había ocurrido a Ham más de una vez—, el alimento podía convertirse bruscamente en una masa de moho velludo que crecía a ojos vistas. ¡Un espectáculo asqueroso! ¡Un planeta asqueroso!

Esta última reflexión fue formulada por Ham al contemplar el lodazal que se había tragado su cabaña. La vegetación más gruesa también había sido absorbida por aquél, pero ya empezaba a brotar una vida ávida y voraz, con musgos y una especie de hongos bulbosos a los que llamaban «bolas caminantes». Millones de organismos viscosos se arrastraban por el barro, entredevorándose, haciéndose pedazos, y volviendo a formar cada fragmento una criatura completa.

Mil especies distintas, pero todas iguales en un sentido: cada una era voracidad pura. Como la mayoría de los seres venusianos, poseían múltiples patas y bocas; en realidad, algunas eran poco más que sacos de protoplasma con docenas de bocas hambrientas con y cientos de pseudópodos para reptar.

Casi todos los seres de Venus son parásitos. Hasta las plantas, que obtienen su alimento directamente del terreno y el aire, son aptas para absorber y digerir —y, bastante a menudo, para capturar— alimento animal. En esa faja húmeda entre el fuego y el hielo, la competencia es tan feroz que quien no la haya visto nunca es incapaz de imaginarla.

El reino animal lucha incesantemente consigo mismo y contra el mundo vegetal; el reino de las plantas se venga y con frecuencia excede al otro en la creación de horrores monstruosos y rapaces, que uno incluso dudaría en clasificar como vida vegetal. ¡Un mundo terrible!

En los breves instantes que Ham se detuvo para mirar hacia atrás, pegajosas enredaderas treparon a sus piernas; el traje de transpiel era impermeable, pero tuvo que cortar los tallos con el cuchillo, y los jugos negros y repugnantes que segregaban mancharon su traje, llenándose en seguida de pelusa a medida que arraigaba el moho.

Ham se estremeció.

—¡Lugar infernal! —gruñó, inclinándose para quitarse las raquetas, que luego colgó cuidadosamente a su hombro.

Se alejó con torpeza entre la vegetación retorcida, evitando por instinto los torpes viajes de los árboles Jack Ketch, que proyectaban zarcillos en lazo corredizo intentando capturar sus brazos y su cabeza.

De vez en cuando pasaba junto aun árbol de donde colgaba algún ser atrapado, casi siempre irreconocible pues los mohos lo envolvían en una mortaja velluda, mientras el árbol ingería plácidamente víctima, mohos y todo.

—¡Qué lugar espantoso! —murmuró Ham, con un puntapié a una masa retorcida de gusanillos sin nombre que aparecieron en su camino.

Meditó; su cabaña había estado bastante más cerca del borde cálido de la zona de penumbra. Se hallaba a poco más de cuatrocientos kilómetros de la línea de sombra, aunque ésta variaba con la libración. De todos modos, era imposible acercarse demasiado a dicha línea, debido a las terribles y casi continuas tormentas que asolaban la zona donde los vientos cálidos ascendentes chocaban con los frentes helados del hemisferio oscuro. Aquellas tempestades eran el parto de la banquisa.

Doscientos cuarenta kilómetros hacia el oeste serían suficientes para llegar al frescor, entrando en la región templada, desfavorable para los mohos, donde podría sentirse relativamente cómodo.

Además, a menos de ochenta kilómetros hacIa el norte estaba la colonia norteamericana de Erotia, así llamada por el nombre del travieso hijo mítico de Venus, Eros o Cupido.

En medio se alzaban las Montañas de Eternidad, No se trataba de aquellas poderosas cumbres de treinta y dos kilómetros de altura cuyas cimas divisan a veces los telescopios terrestres y que separan la zona británica de Venus de las colonias norteamericanas, pero de todos modos eran montañas muy respetables, incluso en el paso por donde pensaba atravesarlas. En aquel momento se hallaba en zona británica, pero esto no molestaba a nadie. Los traficantes iban y venían a sus anchas.

Tendría que andar, pues unos trescientos veinte kilómetros. No había razones que le impidieran lograrlo; tenía una pistola automática y un lanzallamas. El agua no era problema si se hervía con cuidado. En caso de necesidad, incluso se podían comer seres venusianos, aunque eso exigía mucha hambre, una cocción cuidadosa y un estómago fuerte.

No era problema del sabor, sino del aspecto; al menos, eso le habían dicho. Frunció el ceño; no tardaría en averiguarlo por sí mismo, pues la comida envasada no le alcanzaría para todo el viaje.

«No hay que preocuparse», se decía Ham. De hecho, había muchas cosas que celebrar: las cápsulas de xixtchil que llevaba en la mochila equivalían a la fortuna que había ahorrado en la Tierra tras diez años de ímprobo trabajo.

No había peligro... y sin embargo, docenas de hombres habían desaparecido en Venus. Los mohos habían podido con ellos, o algún monstruo feroz y exótico, o quizás uno de los muchos monstruos aún desconocidos, vegetales o animales.

Ham siguió avanzando con prudencia por los claros, pero sin alejarse de los árboles Jack Ketch, pues aquellos vegetales omnívoros espantaban a otras formas de vida con la amenaza de sus voraces lazos corredizos. En otros lugares era imposible pasar, pues la jungla venusiana era una terrible maraña de formas retorcidas y agresivas que sólo podía penetrarse a machetazos, paso a paso, con infinitas fatigas.

También se corría el peligro de que algún bicho venenoso armado de colmillos pudiera atravesar la membrana protectora de transpiel.

CualquIer perforación en la misma significaba la muerte. Hasta los desagradables árboles Jack Ketch eran una compañía más llevadera, pensó mientras apartaba sus lazos ávidos.

Seis horas después de que Ham comenzara su involuntario viaje, empezó a llover. Aprovechó la oportunidad al hallar un sitio donde una erupción de barro reciente había barrido la vegetación más pesada, y se dispuso a comer. Antes recogió un poco de agua, la filtró mediante el tamiz adaptado a su cantimplora con este propósito, y se dispuso a esterilizarla.

Era difícil encender fuego, por ser muy escaso el combustible seco en las Tierras Calientes de Venus. Pero Ham echó en el líquido una tableta de termita y las substancias químicas hicieron hervir el agua instantáneamente, escapando luego en forma de gases. Aunque el agua tuviera un ligero regusto a amoníaco... en fin, no importaba, pensó mientras la tapaba y la dejaba reposar hasta que se enfriase.

Abrió un bote de alubias, después de comprobar que no flotaban en el aire mohos susceptibles de contaminar la comida, Luego abrió el visor de su traje y tragó con rapidez. Se bebió el agua, caliente como la sangre, y vertió cuidadosamente el sobrante en la bolsa interior del traje de transpiel, que permitía beber mediante un tubo conducido hasta su boca sin exponerse a los mohos mortales.

Diez minutos después de comer, mIentras descansaba y anhelaba el imposible lujo de un cigarrillo, la capa velluda había invadido ya las sobras de la comida en el bote.

2

Una hora más tarde, agotado y cubierto de sudor, Ham encontró un árbol Amistoso, bautizado así por el explorador Burlingame por ser uno de los pocos organismos perezosos de Venus, lo cual le permitía a uno descansar en sus ramas. Ham lo escaló, se acurrucó lo más cómodamente posible y durmió.

Cuando despertó, habían pasado cinco horas según su reloj de pulsera. Los zarcillos y las pequeñas copas chupadoras del Amistoso cubrían su transpiel. Los apartó con mucho cuidado, bajó y reemprendió viaje hacia el oeste.

Fue después de la segunda lluvia cuando se encontró con el Pegajoso, nombre que recibe esa criatura en Venus británico y norteamericano. En la zona francesa la llaman pot á colle, es decir «bote de pegamento»; en la zona holandesa... bien, los holandeses no son remilgados y llaman a ese monstruo como consideran que merece.

El Pegajoso es una criatura realmente repulsiva, Se trata de una masa de protoplasma blanco semejante a una plasta, cuyo tamaño varía desde la versión unicelular hasta una masa de veinte toneladas de basura viscosa. No tiene forma definida; de hecho, no es más que un amasijo de células de Proust. Es, en realidad, un cáncer semoviente, apestoso y voraz.

No posee organización ni inteligencia, ni instinto alguno salvo el hambre. Se mueve en cualquIer dirección en que el alimento toque su superficie; si toca simultáneamente dos substancias comestibles, se divide y la porción mayor ataca invariablemente la provisión más grande.

Es invulnerable a las balas y sólo lo destruye la terrible ráfaga de pistola lanzallamas, aunque para ello es preciso abrasar todas las células individuales. Se mueve por el terreno absorbiéndolo todo, dejando el suelo negro y desnudo, donde resurgen de inmediato los omnipresentes mohos. Es un ser horrible, de pesadilla.

Ham saltó aun lado cuando el Pegajoso emergió súbitamente de la jungla, a su derecha. Naturalmente, no podía asimilar el traje de transpiel, pero quedar atrapado por aquella masa pastosa suponía la muerte por asfixia. Lo miró con repugnancia y se sintió enormemente tentado a dispararle con su pistola lanzallamas mientras avanzaba. Lo habría hecho, pero el explorador venusiano experto suele ser muy prudente con el uso de la pistola lanzallamas.

Ésta ha de cargarse con un diamante que, aun siendo negro y barato, no deja de suponer un precio considerable. Al disparar, el cristal libera toda su energía en un estallido terrible y rugiente, con un alcance de cien metros, incinerando todo lo que encuentra a su paso.

La cosa reptaba con un ruido aspirante y devorador. Tras ella quedaba un rastro de desolación: enredaderas, trepadoras venenosas, árboles Jack Ketch, todo quedaba arrasado, incluso la tierra húmeda, donde los mohos ya empezaban a reproducirse otra vez.

El rastro recién abierto seguía casi la dirección que Ham deseaba tomar, de modo que aprovechó la oportunidad y avanzó con rapidez, sin dejar de prestar atención, no obstante, a las amenazadoras lindes de la jungla. Antes de diez horas, la trocha estaría una vez más cubierta de seres desagradables, aunque de momento constituía una pista mucho más rápida que le evitaba el ir zigzagueando de un claro a otro.

Ocho kilómetros más arriba, donde el camino ya comenzaba a poblarse desagradablemente, encontró un nativo que galopaba sobre sus cuatro patas cortas, abriéndose paso con sus pinzas delanteras.

Ham se detuvo a hablar con él.

—Murra —dijo.

El idioma de los nativos de las regiones ecuatoriales de las Tierras Calientes es insólito. Cuenta quizá con unas doscientas palabras, pero cuando el traficante las ha aprendido su conocimiento de la lengua no es mucho mayor que el de otro hombre que no sepa ninguna.

Las palabras representan nociones generales y cada fonema tiene entre doce y cien significados. Murra, por ejemplo, es una palabra de saludo; puede significar algo tan concreto como «hola» o «buenos días». También puede implicar un desafío: «¡En guardia!», o bien «Seamos amigos» y también, extrañamente, «Arreglemos esto luchando».

Además, posee ciertas características de substantivo: significa paz, guerra, valor, y temor. Es una lengua sutil. Recientemente, los estudios de fonética han empezado a desvelar sus matices para los filólogos humanos. Al fin y al cabo, quizás el inglés, con su «to», «too» y «two», con sus «one», «won», «wan», «wen», «win», «when», y otra docena de similitudes, puede resultar igualmente difícil a oídos venusianos, que no están acostumbrados a la diferenciación de las vocales.

Los humanos no saben interpretar las muecas de los rostros de venusianos, anchos, chatos y de tres ojos, que lógicamente deben de resultar muy expresivos para los nativos.

Pero el interlocutor de Ham aceptó el sentido que éste había dado a su saludo.

—Murra —respondió, haciendo alto—. ¿Usk?

Esto quería decir, entre otras cosas, ¿quién es?, ¿de dónde viene?, o ¿adónde va?

Ham escogió el último sentido. Apuntó más o menos hacia el oeste y luego describió un arco para indicar que cruzaría las montañas.

—Erotia —respondió.

Al menos, esta palabra no tenía más que un significado.

El nativo lo meditó en silencio. Por último gruñó y se mostró dispuesto a facilitar información. Alzó su garra cortante en un gesto hacia el oeste, señalando el camino.

—Curky —dijo, y luego agregó—: Murra.

Esta vez era una despedida. Ham se hizo a un lado, contra el lindero de la jungla, para dejarle pasar.

Curky significaba, entre otras veinte cosas, «traficante», Era la palabra que solía designar a los humanos, y Ham experimentó satisfacción ante la idea de tener compañía humana. Hacía seis meses que no escuchaba una voz humana, excepto la de la minúscula radio que se había perdido con su cabaña.

En efecto, después de recorrer ocho kilómetros a lo largo del rastro abierto por el Pegajoso, Ham se halló en una zona donde hacía poco se había producido una erupción de barro. La vegetación sólo llegaba a la cintura, y en el claro de medio kilómetro vio alzarse la cabaña de un traficante. Pero ésta era mucho más lujosa que su perdido cubículo de paredes de hierro. Constaba de tres habitaciones, lujo inaudito en las Tierras Calientes donde hasta el último tornillo debía ser traído por cohete desde alguna de las colonias. Y eso resultaba caro, casi prohibitivo. Los traficantes se arriesgaban de veras, y Ham había tenido suerte al salvarse con beneficio.

Caminó por el terreno aún blando. Las ventanas estaban cubiertas para protegerse de la luz eterna del día, y la puerta... la puerta estaba cerrada con llave, Esto era una violación del código fronterizo.

La puerta no debía cerrarse nunca con llave, pues ello podía significar la salvación de algún viajero extraviado, y ni el más desalmado sería capaz de robar en una cabaña que hallase abierta para seguridad de todos.

Tampoco los nativos; no hay ser más honrado que un venusiano nativo, que nunca miente ni roba aunque, después del desafío correspondiente, podría matar a un negociante para quitarle sus mercancías. Pero sólo después de un desafío en regla.

Ham se detuvo, desconcertado. Por último apisonó el suelo delante de la puerta para sentarse y quitarse los numerosos y repugnantes bichitos que recorrían su transpiel. Esperó.

Menos de media hora después, vio al traficante que se acercaba a través del claro. Era un individuo bajo y delgado. Aunque el traje de transpiel ocultaba su rostro, Ham distinguió unos ojos grandes y profundos. Se puso en pie.

—¡Hola! —saludó jovialmente—. Me he dejado caer por aquí para hacerle una visita. Me llamo Hamilton Hammond ¡Ya puede imaginar cuál es mi apodo!

El recién llegado se detuvo de súbito. y luego habló con una voz extraña, apagada y ronca, con indudable acento británico.

—Supongo que será «Hamburguesa» —el tono era frío, poco amistoso—. ¿Qué tal si se aparta y me deja entrar? ¡Buenos días!

Ham se sintió enfurecido y confuso.

—¡Diablos! —protestó—. No es usted muy hospitalario, ¿eh?

—No. Ni mucho ni poco. —Se detuvo ante la puerta—. Usted es norteamericano. ¿Qué hace en territorio británico? ¿Tiene pasaporte?

—¿Desde cuándo se necesita pasaporte en las Tierras Calientes?

—Es traficante, ¿no? —dijo el hombre delgado con aspereza—. Viene a quitamos mercado. No tiene derechos aquí. Lárguese.

Ham apretó la mandíbula tras la mascarilla.

—Con derechos o no —respondió—. reclamo las consideraciones del código fronterizo. Quiero una bocanada de aire, la posibilidad de secarme la cara y también de comer. Si abre la puerta, le seguiré.

Una automática apareció ante sus ojos.

—Hágalo y será pasto de los mohos.

Como todos los traficantes de Venus. Ham era por necesidad audaz, ingenioso y lo que se dice «un duro». No cedió, sino que fingiendo transigir, agregó:

—De acuerdo. Ahora escuche, sólo pido una oportunidad de comer.

—Espere a que llueva —respondió el otro fríamente, disponiéndose a descorrer el cerrojo de la puerta.

Mientras el otro se volvía. Ham asestó un puntapié a la mano armada; el revólver rebotó contra la pared y cayó en la maleza.

Su adversario intentó sacar el lanzallamas que colgaba de su cadera, pero Ham le cogió fuertemente la muñeca.

El otro cedió en seguida y Ham se sorprendió al notar la delgadez de su muñeca a través del traje protector de transpiel.

—¡Óigame bien! —gruñó—. Quiero comer y lo conseguiré. ¡Abra esa puerta! —ordenó. cogiéndole por las muñecas.

Parecía un tipo excesivamente delicado, pues en seguida se dio por vencido. Ham le retuvo de la mano, abrió la puerta y ambos entraron.

Otra vez el lujo inusitado. Sillas robustas, una sólida mesa e incluso libros, seguramente preservados con licopodio para ahuyentar los mohos famélicos, que a veces entraban en las cabañas de las Tierras Calientes pese a las mamparas y a los pulverizadores automáticos. En ese momento funcionaba uno de éstos para destruir las esporas que pudieran haber entrado al abrir la puerta.

Ham tomó asiento sin perder de vista a su oponente, cuyo lanzallamas seguía en su funda. Confiaba en poder dominar al individuo delgado, además. ¿quién se arriesgaría a disparar una pistola lanzallamas en el interior de una casa? Sencillamente, volaría una pared del edificio.

Por tanto, se quitó la mascarilla, sacó los alimentos que llevaba en la mochila y se enjugó el rostro sudoroso mientras su compañero —o adversario— le miraba en silencio. Ham inspeccionó un rato la comida envasada y, como no aparecieron mohos, la ingirió.

—¿Por qué diablos no abre su visor? —Ante el silencio del otro, prosiguió—: Tiene miedo de que le vea la cara, ¿eh? Pues bien, no me interesa. No soy policía.

No hubo respuesta.

Volvió a intentarlo.

—¿Cómo se llama?

La fría voz respondió:

—Burlingame. Pat Burlingame.

Ham se echó a reír.

—Patrick Burlingame murió, amigo. Yo le conocía. Aunque no quiera decirme su nombre, no es necesario degradar el recuerdo de un hombre valiente y gran explorador.

—Gracias —la voz sonaba sarcástica—. Era mi padre.

—Otra mentira. No tenía ningún hijo varón. Sólo tenía una... —Ham se interrumpió, consternado. y luego gritó—: ¡Abra su visor!

Notó que los labios del otro, apenas visibles detrás de la protección, dibujaban una sonrisa burlona.

—¿Por qué no? —dijo la voz apagada, y la mascarilla cayó.

Ham tragó saliva; la protección había ocultado los delicados rasgos de una muchacha, de ojos grises y fríos. Las mejillas y la frente brillaban de sudor.

El hombre volvió a tragar saliva. Era un verdadero caballero, pese a su profesión de traficante en Venus. Poseía estudios —era ingeniero— y sólo el señuelo de la riqueza fácil la retenía en las Tierras Calientes.

—Lo..., lo siento —tartamudeó.

—¡Vosotros, los valientes invasores norteamericanos! —se burló la muchacha—. Muy valientes para doblegar a una mujer.

—Pero... ¿qué sabía yo? ¿Qué hace usted en un lugar como éste?

—No tengo por qué responder a su pregunta, pero... —Señaló hacia la otra habitación—. Sepa que estoy clasificando la flora y fauna de las Tierras Calientes. Soy Patricia Burlingame, biólogo.

Entonces Ham vio en la cámara contigua una colección de muestras guardadas en frascos.

—¡Una muchacha sola en las Tierras Calientes! ¡Eso es... temeridad!

—No esperaba tropezarme con un intruso norteamericano —respondió.

Ham se sonrojó.

—No se preocupe. Ahora mismo me largo —aseguró, llevándose las manos al visor.

Como un relámpago, Patricia sacó una automática del cajón de la mesa.

—Claro que sí, señor Hamilton Hammond —dijo fríamente—, pero no sin dejar aquí su xixtchil. Es propiedad de la Corona; usted la ha robado en territorio británico y queda confiscada.

Ham la miró atónito.

—¡Oiga! —estalló—. He arriesgado todo lo que tengo por esa xixtchil. Sin ella estoy arruinado... hundido. ¡No renunciaré a ella!

—Tendrá que hacerlo.

Ham dejó caer su máscara y se sentó.

—Señorita Burlingame —dijo—, creo que no tendrá valor para disparar, y tendrá que hacerlo si quiere conseguirla. De lo contrario, me quedaré aquí sentado hasta que usted caiga agotada.

Los ojos grises de la muchacha se clavaron en los azules de Ham.

Mantenía la pistola firmemente apuntada al corazón, pero no disparó. Habían llegado a un punto muerto.

Por último, la muchacha dijo:

—Usted gana, intruso —guardó el arma en la funda—. Váyase de una vez.

—¡Con mucho gusto! —respondió.

Ham se levantó y bajó el visor, pero lo alzó de nuevo ante un repentino grito de sorpresa de la muchacha. Se volvió sospechando que era una trampa, pero ella miraba por la ventana con los ojos muy abiertos y llenos de terror.

Ham vio la vegetación aplastada y luego una enorme masa blanquecina. Un Pegajoso descomunal avanzaba implacablemente hacia el refugio. Oyó el suave pum del choque y luego la ventana quedó taponada por la masa pastosa mientras la criatura, que no era tan grande como para cubrir el edificio, se dividía en dos masas que lo rodeaban y volvían a reunirse al otro lado.

Patricia lanzó otro grito:

—¡La mascarilla, tonto! ¡Ciérrela!

—¿Mascarilla? ¿Por qué? —Sin embargo, obedeció automáticamente.

—¿Por qué? ¡Ahí tiene la respuesta! ¡Los ácidos digestivos! ¡Mire!

Señaló las paredes. En efecto, habían aparecido millares de minúsculas rendijas. Los ácidos digestivos del monstruo, tan poderosos que atacaban cualquier substancia apta para servir de alimento, habían corroído el metal. Estaba carcomido; la cabaña ya no serviría. Ham lanzó una exclamación al ver los mohos velludos que crecían en seguida entre los restos de su comida. La pelusa roja y verde invadió la madera de las sillas y la mesa.

Ambos se miraron.

Ham rió entre dientes.

—Bien —comentó. También usted se ha quedado sin hogar. Mi casa fue sepultada por una erupción de barro.

—¡Cómo no! —respondió agriamente Patricia—, Los yanquis sois demasiado estúpidos para saber encontrar terreno firme. Aquí hay lecho de roca a dos metros, y mi casa está edificada sobre pilares.

—¡Es usted una bruja! De todos modos, da lo mismo que si se hubiera hundido. ¿Qué hará ahora?

—No es asunto suyo. Sé arreglármelas sola.

—¿Cómo?

—No es que le importe, pero todos los meses viene un cohete.

—Debe ser millonaria —comentó.

—La Sociedad Real financia esta expedición —respondió— El cohete vendrá...

La muchacha se interrumpió y Ham creyó ver que palidecía tras la mascarilla.

—¿Cuándo vendrá?

—Bueno, había olvidado que pasó por aquí hace dos días.

—Comprendo. Y usted cree que podrá aguantar aquí un mes esperando a que llegue, ¿no es así?

Patricia le miró con desplante.

—¿Sabe en qué se habrá convertido antes de un mes? —prosiguió Ham—. Faltan diez días para el verano. Mire su cabaña.

Indicó las paredes, donde ya empezaban a formarse manchas pardas de óxido. A estas palabras, un trozo del tamaño de un plato se desprendió con un crujido.

—Dentro de dos días, esto será una ruina. ¿Qué hará durante los quince días de verano? ¿Qué hará sin refugio cuando la temperatura alcance sesenta y cinco..., setenta grados? Le aseguro que morirá.

La muchacha no hizo ningún comentario.

—Será una piltrafa llena de mohos cuando regrese el cohete —señalo Ham—. Y luego un montón de huesos mondos que se hundirán con la primera erupción de barro.

—¡Cállese! —suplicó.

—No servirá de nada que me calle. Le diré lo que puede hacer. Puede coger su mochila y sus recetas para el barro y acompañarme... Podríamos llegar al País Frío antes del verano... si sabe caminar tan bien como habla.

—¿Ir con un intruso yanqui? ¡Nunca!

—Y luego llegaremos cómodamente a Erotia, una buena ciudad norteamericana —prosiguió, imperturbable.

Patricia cogió la mochila y se la cargó a la espalda. Tomó un grueso fajo de notas escritas con tinta de anilina sobre transpiel, quitó algunos mohos inoportunos y se lo guardó en la mochila.

Luego sacó un par de diminutas raquetas y se dirigió resueltamente hacia la puerta.

—Entonces ¿viene? —rió entre dientes.

—Marcho a la buena ciudad británica de Venoble. ¡Sola!

—¡Venoble! —exclamó—. ¡Queda a trescientos veinte kilómetros hacia el sur! ¡Y hay que atravesar las Eternidades Mayores!

3

Patricia salió en silencio y echó a andar hacia el oeste, hacia la Región Fría. Ham titubeó un instante y luego salió. No podía permitir que la muchacha emprendiera sola aquella travesía. Como ella fingía ignorar su presencia, la siguió a poca distancia mientras ella avanzaba, orgullosa e iracunda.

Anduvieron tres o cuatro horas bajo el día eterno, esquivando las insidias de los árboles Jack Ketch y siguiendo el rastro, todavía bastante practicable, del primer Pegajoso.

Ham estaba asombrado ante la gracia ágil y esbelta de la muchacha, que avanzaba con la soltura de un nativo, Luego recordó algo; en cierto sentido, ella era nativa. Recordó que la hija de Patrick Burlingame fue la primera criatura humana nacida en Venus, en la colonia de Venoble fundada por él.

Ham rememoró los artículos que publicó la prensa cuando la muchacha fue enviada a la Tierra para iniciar sus estudios, a los ocho años; en aquel entonces él tenía trece. Ahora tenía veintisiete y, por tanto, Patricia Burlingame tenía veintidós.

No intercambiaron una sola palabra, hasta que por último la muchacha se volvió exasperada.

—Váyase —ordenó.

Ham se detuvo.

—No la molesto.

—Pero no necesito guardaespaldas, ¡Sé desenvolverme en las Tierras Calientes mejor que usted!

No discutió esta afirmación. Guardó silencio, y un momento después la muchacha agregó:

—¡Le odio, yanqui! ¡Dios mío, cómo le odio!

Dicho esto se volvió y siguió andando.

Una hora después los atrapó una erupción de barro. El barro pastoso hirvió a sus pies y la vegetación fue agitada con violencia. Rápidamente calzaron las raquetas mientras las plantas más voluminosas se hundían con siniestros gorgoteos a su alrededor. A Ham volvió a sorprenderle la habilidad de la muchacha; Patricia se deslizaba sobre la inestable superficie con una velocidad que él no podía igualar, de modo que fue quedando atrás.

Vio que la muchacha se detenía de súbito. Era peligroso hacerlo en medio de una erupción de barro; sólo podía indicar una emergencia. Se apresuró, y desde treinta metros de distancia comprendió el motivo. Se le había roto una tira de la raqueta derecha y estaba desvalida, sosteniéndose sobre el pie izquierdo, mientras la otra raqueta se hundía poco a poco.

Patricia le observó mientras se acercaba. Ham se puso a su lado y, cuando la muchacha comprendió su intención, dijo:

—No podrá.

Ham se agachó cuidadosamente, pasando los brazos por las piernas y los hombros de la muchacha. La raqueta izquierda de Patricia ya se hundía, pero él tiró con fuerza, hundiendo peligrosamente los bordes de sus propias raquetas. Con fuerte ruido de succión, la muchacha quedó libre y permaneció absolutamente inmóvil en sus brazos, para no desequilibrarle mientras avanzaba con grandes precauciones sobre la superficie traicionera. La muchacha no pesaba, pero de todos modos la operación era peligrosísima y el barro llegaba hasta el borde de las raquetas de Ham. Aunque en Venus la gravedad es ligeramente inferior a la de la Tierra, uno se acostumbra en una semana y la reducción del veinte por ciento en peso queda compensada.

Cien metros más allá encontró piso firme. Ham bajó a Patricia y se quitó las raquetas.

—Gracias —dijo—. Ha sido muy valiente.

—No hay de qué —respondió secamente—. Supongo que esto pondrá fin a cualquier idea de viajar sola, Sin las raquetas para el barro, la próxima erupción será la última que vea en su vida. ¿Iremos juntos ahora?

La voz de la muchacha se hizo gélida.

—Puedo fabricar un sucedáneo con corteza de árbol.

—Ni siquiera un nativo podría caminar sobre cortezas de árbol.

—Entonces esperaré un par de días, hasta que se seque el barro, y desenterraré la raqueta que perdí —agregó.

Ham rió e indicó la extensión del barro.

—¿Desenterrarla? —inquirió—. Si lo intenta, el verano próximo aún la estará buscando.

Patricia cedió.

—Otra vez se ha salido con la suya, yanqui. Pero sólo hasta la Región Fría; luego usted se irá al norte y yo al sur.

Caminaron sin cesar. Patricia era tan incansable como Ham, y conocía mucho mejor las Tierras Calientes. Aunque hablaban poco, a Ham no dejó de maravillarle la maestría con que ella tomaba el camino más rápido; además, la muchacha parecía adivinar los lazos de los Jack Ketch sin necesidad de mirar. Pero fue cuando se detuvieron, después de una lluvia que les permitió tomar una rápida comida, cuando tuvo verdaderos motivos para darle las gracias.

—¿Descansamos? —propuso Ham y, viendo que ella asentía, agregó—: Allí hay un Amistoso.

Avanzó hacia el árbol y la muchacha le siguió.

Súbitamente, ella le tomó del brazo.

—¡Es un Fariseo! —gritó, tirando de él hacia atrás.

¡Justo a tiempo! El falso Amistoso había lanzado un latigazo terrible que pasó a pocos centímetros de su cara. No era un Amistoso, sino una especie mimética que engañaba a su víctima con un aspecto inofensivo, para golpearla luego con sus espinas afiladas como cuchillos.

Ham jadeó.

—¿De qué se trata? Nunca he visto ninguno de éstos.

—¡Un Fariseo! Se parece a un Amistoso.

Patricia sacó la automática y disparó sobre el tronco negro y palpitante. Salió un chorro oscuro, y los omnipresentes mohos se asentaron en la herida al momento. El árbol estaba condenado.

—Gracias —dijo Ham, confuso—. Creo que me ha salvado la vida.

—Ahora estamos a mano. —Le miró serenamente—. ¿Comprendido? No me debe nada.

Luego encontraron un auténtico Amistoso y durmieron, Al despertar, reanudaron la marcha, y así durante tres jornadas sin noches.

Aunque no volvieron a sufrir ninguna erupción de barro, conocieron todos los demás horrores de las Tierras Calientes. Los Pegajosos atravesaban su camino, las enredaderas-serpiente silbaban y atacaban, los Jack Ketch lanzaban sus siniestros lazos corredizos, y millones de bichos reptantes se retorcían bajo sus pies o se pegaban a sus trajes.

Una vez encontraron un unípedo, esa criatura extraña, semejante a un canguro, que cruza la selva saltando con una única pata poderosa, y alarga su pico de tres metros para atravesar la presa.

Ham erró el primer tiro, pero la muchacha le acertó, haciéndolo caer entre los ávidos árboles Jack Ketch y los mohos implacables.

En otra ocasión Patricia quedó cogida por los pies en un lazo corredizo de Jack Ketch que, por algún motivo desconocido, estaba en el suelo. Cuando lo pisó, el árbol la levantó de súbito y quedó colgando cabeza abajo a tres metros y medio de altura, hasta que Ham logró liberarla. Sin duda, cualquiera de los dos ya habría muerto, de haber viajado solos; juntos, podían prestarse ayuda.

Pero no había variado la actitud fría y poco amistosa entre ellos. Ham jamás hablaba con la muchacha salvo caso de necesidad y, en las contadas ocasiones en que se dirigían la palabra, ella sólo le llamaba «intruso yanqui». A pesar de esto, el hombre a veces recordaba la agreste belleza de sus rasgos, su cabellera castaña y los serenos ojos grises que veía a ratos, cuando la lluvia les permitía abrir los visores.

Por fin sopló el viento del oeste, acarreando una bocanada de frescura que les pareció un bálsamo celestial, Era el viento bajo, el que soplaba desde el hemisferio helado del planeta, llevando el frío más allá de la barrera de hielo. A modo de experimento, Ham arrancó la corteza de un arbusto retorcido, y los mohos crecieron más escasos, faltos de vitalidad. Se acercaban a la Región Fría.

Hallaron un Amistoso y se alegraron; otra jornada y llegarían a las tierras altas, donde se podía caminar sin protector, a salvo de los mohos, pues no se reproducían a menos de veintiséis grados.

Ham fue el primero en despertar. Durante un rato contempló en silencio a la muchacha, sonriendo al ver que las ramas del árbol parecían abrazarla con afecto. No era más que hambre, pero parecían expresar ternura. Su sonrisa se borró al recordar que la Región Fría significaba la separación, a menos que lograse quitarle de la cabeza la insensata decisión de cruzar las Eternidades Mayores.

Suspiró, alargó la mano hacia la mochila que colgaba de una rama, y de repente lanzó un chillido de rabia y contrariedad.

¡Sus cápsulas de xixtchil! La bolsa de transpiel estaba rota y habían desaparecido.

El grito despertó a Patricia. Tras la máscara, Ham observó una sonrisa irónica.

—¡Mi xixtchil! —rugió—. ¿Dónde está?

La muchacha señaló abajo. Allí, entre las matas, había un montículo de mohos.

—Allí —respondió fríamente—. Allí abajo, intruso.

—Usted... —se atragantó de ira.

—Sí. He cortado la bolsa mientras dormía.. No sacará de contrabando riquezas robadas en territorio británico.

Ham estaba blanco, mudo.

—¡Maldita bruja! —rugió finalmente—. ¡Era todo lo que tenía!

—Pero robado —le recordó placenteramente, columpiando sus diminutos pies.

Tembló de ira y la miró; la luz atravesaba el traje de transpiel transparente, delineando su cuerpo y sus piernas esbeltas y bien torneadas.

—¡Debería matarla! —murmuró tensamente.

Un tic nervioso le agitaba una mano, y la muchacha rió en voz baja. Ham lanzó un gruñido de desesperación, se colgó la mochila sobre los hombros y bajó al suelo.

—Espero..., espero que no salga con vida de las montañas —dijo torvamente, emprendiendo la marcha hacia el oeste.

Cien metros después oyó la voz de la muchacha.

—¡Yanqui! ¡Espere un momento!

Sin detenerse ni volverse, siguió andando.

Media hora después miró hacia atrás desde un cerro y vio que ella le seguía. Emprendió de nuevo la marcha, apurando el paso. La cuesta ascendente pudo más que la habilidad de la muchacha.

Cuando se volvió por segunda vez, ella era un punto que se movía muy lejos, fatigada pero tozuda. Frunció el ceño pensando que en caso de erupción de barro estaría totalmente desvalida, por faltarle las raquetas de tan vital importancia.

Luego comprendió que habían dejado atrás la zona de las erupciones de barro y estaban en las estribaciones de las Montañas de Eternidad. De todos modos, pensó malhumorado, le era indiferente.

Durante buen rato Ham bordeó un río, sin duda un anónimo afluente del Phlegethon. Hasta entonces no se había visto obligado a vadear corrientes de agua, porque todos los caudales de Venus fluyen naturalmente desde la barrera de hielo a través de la zona de penumbra hasta el hemisferio tórrido. Por tanto, coincidían con la dirección de su viaje.

Pero cuando llegara a las mesetas y torciera hacia el norte, tropezaría con los ríos. Sólo se podían atravesar sobre troncos o, en condiciones favorables y sobre corrientes angostas, mediante as ramas de los Amistosos. Poner los pies en el agua equivalía a la muerte; terribles y voraces criaturas habitaban los cursos de agua.

Al llegar a la primera meseta estuvo al borde de la catástrofe. Era mientras rodeaba un grupo de Jack Ketch; de súbito apareció una oleada de podredumbre blanca, y la vegetación fue sepultada por la masa de un Pegajoso gigantesco.

Quedó arrinconado entre el monstruo y una maraña impenetrable de vegetación, e hizo lo único que podía. Disparó el lanzallamas. El rayo terrible y rugiente incineró toneladas de basura pegajosa hasta que no quedaron sino unos fragmentos reptando y alimentándose de los restos.

El disparo, como suele ocurrir, inutilizó el cañón del arma.

Suspiró mientras se disponía a trabajar durante cuarenta minutos para reemplazarlo —ningún verdadero conocedor de las Tierras Calientes deja esa operación para luego—, pues el disparo le había costado quince buenos dólares americanos: diez el diamante barato que había consumido, y cinco el cañón. Eso no importaba cuando tenía su xixtchil, pero ahora venía a ser un verdadero problema.

Suspiró otra vez al descubrir que sólo le quedaba un cañón; se había visto obligado a prescindir de todo cuando emprendió la marcha.

Ham llegó finalmente a la meseta. La vegetación terrible y voraz de las Tierras Calientes era allí más escasa; empezaron a aparecer plantas auténticas, no semovientes, y el viento frío refrescó su rostro.

Se hallaba en una especie de valle alto; a su derecha aparecían las cumbres grises de las Eternidades Menores, al otro lado de las cuales quedaba Erotia, y a su izquierda, como una muralla poderosa y resplandeciente, se alzaban las vastas cumbres de la Sierra Grande, que se ocultaban entre nubes a veinticuatro kilómetros de altura.

Miró el acceso del difícil Paso del Loco, que se abría entre dos cimas colosales; el paso tenía siete mil quinientos metros de altura, pero las montañas aún se alzaban a quince kilómetros más. Sólo un hombre, Patrick Burlingame, había atravesado a pie aquella garganta escabrosa, y tal era el camino que pensaba seguir su hija.

Enfrente, como una cortina de sombras, se alzaba el límite nocturno de la zona de penumbra. Ham vio los relámpagos incesantes que centelleaban en aquella región de tormentas eternas. Allí la banquisa cruzaba la cordillera de las Montañas de Eternidad y el frío viento raso, en aquellas alturas gigantescas, se reunía con los cálidos vientos superiores en una lucha que constituía una tempestad interminable como sólo Venus puede producir. El río Phlengethon nacía por allí.

Ham paseó la mirada por aquel panorama salvaje y magnífico. Al día siguiente o, mejor dicho, después de descansar, se dirigiría al norte. Patricia iría hacia el sur y, sin duda, moriría en algún punto del Paso del Loco. Por un instante experimentó una sensación extrañamente dolorosa, y luego frunció el ceño con amargura.

¡Que muriera, si era tan tonta como para querer pasar sola porque tenía demasiado orgullo para tomar un cohete en una población norteamericana! Se lo merecía, y a él no le importaba. Así fue repitiéndoselo mientras se preparaba para dormir, no en un Amistoso, sino en un ejemplar de vegetación verdadera y con la comodidad del visor abierto.

Despertó al oír su nombre. Miró hacia la meseta y vio que Patricia iba a alcanzar la montaña. Le sorprendió que ella hubiera logrado seguir sus pasos, hazaña bastante difícil en un lugar donde la vegetación vuelve a entrelazarle tan pronto como uno ha pasado. Entonces recordó que había disparado el lanzallamas. El fogonazo y el estampido debieron oírse a varios kilómetros a la redonda.

Ham observó que la muchacha miraba a su alrededor, angustiada.

—¡Ham! —volvió a gritar. No yanqui ni intruso, sino su nombre.

Guardó un rencoroso silencio; ella volvió a llamarle. Lograba distinguir su rostro pícaro y bronceado, ya que Patricia se había quitado la capucha de transpiel. Después de llamar por última vez, se encogió de hombros y echó a andar hacia el sur, a lo largo de la divisoria. Ham la miró en obstinado silencio. Cuando desapareció en el bosque, él bajó y se encaminó poco a poco hacia el norte.

Sus pasos eran cada vez más lentos, como si tirase de él un resorte invisible. Aún le parecía ver el rostro, angustiado y oír la llamada. Estaba seguro de que ella iba hacia la muerte y, a pesar de lo que ella le había hecho, no deseaba que esto ocurriera. Patricia estaba demasiado llena de vida, era demasiado confiada, demasiado joven y, sobre todo, demasiado hermosa para morir.

Cierto que era una bruja arrogante, perversa y suficiente, fría como el cristal y tan poco acogedora, pero, tenía ojos grises y cabello castaño, y era valiente. Por último, con un gruñido de impaciencia, hizo alto, se volvió y corrió casi desesperadamente hacia el sur.

Seguir el rastro de la muchacha era empresa fácil para un buen conocedor del terreno. En la Región Fría la vegetación no proliferaba tanto, lo que le permitió hallar pisadas o ramitas rotas indicando que ella había pasado por allí. Vio dónde había atravesado el río por medio de las ramas de un árbol, y también dónde se había detenido a comer.

Comprendió que ella ganaba terreno; era más hábil y rápida que Ham, pero el camino resultaba cada vez más escabroso a medida que se acercaba a las vastas Montañas de Eternidad, y sabía que allí la alcanzaría. Conque durmió un rato en la comodidad del pantalón corto y la camisa, liberado de la molestia del traje de transpiel. No era peligroso hacerlo allí; el viento frío que siempre soplaba hacia las Tierras Calientes alejaba las esporas de los mohos, y en todo caso éstas no habrían resistido las temperaturas inferiores.

En cuanto a las plantas oriundas de la Región Fría, no eran carnívoras.

Durmió cinco horas. El «día» siguiente de marcha trajo otra modificación del paisaje. En las laderas la vegetación era escasa, comparada con la de las mesetas. Ya no era una jungla, sino un bosque, un bosque gigantesco cuyos troncos se elevaban ciento cincuenta metros y cuyas copas no eran de follaje, sirio de apéndices floridos.

Sólo algún Jack Ketch aislado recordaba las Tierras Calientes.

A mayor altura, el bosque comenzaba a escasear. Aparecían grandes peñascos y largos barrancos rojos sin ningún tipo de vegetación. A veces pasaban enjambres de los únicos seres voladores del planeta, los dusters grises, con aspecto de polillas pero del tamaño de un halcón, tan frágiles que un golpe los destruía. Revoloteaban, posándose de vez en cuando para capturar alguna presa furtiva, y hacían tintinear sus voces curiosamente parecidas a campanillas. Cercanas en apariencia, aunque a cincuenta kilómetros de distancia en realidad, se alzaban las Montañas de Eternidad, cuyas cumbres desaparecían entre las nubes.

De vez en cuando le resultaba difícil rastrear a Patricia, pues ésta solía caminar sobre la roca desnuda. Luego volvió a encontrar huellas frescas; la superioridad de su fuerza le valió una vez más. Poco después la vio en el fondo de un colosal acantilado formado por un desfiladero estrecho y poblado de árboles.

Ella miraba el tajo gigantesco, evidentemente preguntándose si podría escalar la barrera o si sería preferible contornearla. Como él, se había quitado el traje de transpiel y llevaba la camisa y los pantalones cortos que suelen usarse en el País Frío. Pues, al fin y al cabo, no es tan frío según criterios terrestres. Ham pensó que parecía una hermosa ninfa de los antiguos bosques de Pelión.

Ham se apresuró mientras ella avanzaba por el desfiladero.

—¡Pat! —gritó; era la primera vez que la llamaba por su nombre.

La alcanzó treinta metros después, dentro del desfiladero.

—¡Usted! —exclamó—. Parecía cansada; había andado durante horas y en sus ojos brillaba una luz de alivio—. Creí que usted... quise buscarle.

El rostro de Ham no expresaba la misma satisfacción.

—Oiga, Pat Burlingame —dijo fríamente—. No merece ninguna consideración, pero no puedo permitir que vaya hacia la muerte. Aunque sea una bruja obstinada, también es mujer. La llevaré a Erotia.

El brillo de bienvenida desapareció.

—¿Seguro, intruso? Mi padre pasó por aquí y yo también puedo hacerlo.

—Su padre pasó en pleno verano, ¿no es cierto? Hoy se cumple la mitad del verano. No podrá llegar al Paso del Loco en menos de cinco días, ciento veinte horas, y para entonces estará al caer el invierno. Esta longitud estará cerca de la línea de tormenta. Es una estúpida.

Patricia se sonrojo.

—El paso tiene altitud suficiente para recibir la influencia de los vientos altos. Hará calor.

—¡Calor! Sí... calentado por los rayos —se interrumpió; un lejano fragor de truenos rodaba por el desfiladero—. Escuche. Dentro de cinco días estará sobre nosotros.

Señaló las pendientes totalmente yermas y agregó:

—Ni siquiera los venusianos pueden subsistir allí... ¿o se cree usted tan dura como pata servir de pararrayos? Tal vez tenga razón.

—¡Antes el rayo que usted! —respondió Patricia, iracunda, y luego se tranquilizó de súbito—. Intenté llamarle —agregó sin venir a cuento.

—Para reírse de mí —repuso con amargura.

—No. Para decirle que la lamentaba y que...

—No necesito que se disculpe.

—Pero quería decirle que...

—No importa. Su arrepentimiento no me interesa. El daño ya está hecho —cortó, mirándola con el ceño fruncido.

Patricia aún quiso confirmar, en tono humilde:

—Pero yo...

Un ruido la interrumpió y al volverse gritó de espanto. Había aparecido un Pegajoso enorme, un coloso que ocupaba el desfiladero de pared a pared hasta una altura de dos metros, y que avanzaba hacia. ellos. Estos monstruos eran menos frecuentes en la Región Fría, pero también más grandes, pues en las Tierras Calientes la abundancia de alimento hacía que se subdividieran a menudo. Aquel era un gigante, un cataclismo, toneladas y toneladas de podredumbre nauseabunda y apestosa cerrando el estrecho paso, interceptándoles.

Ham cogió el lanzallamas, y la muchacha detuvo su brazo.

—¡No, no! —gritó—. ¡Está demasiado cerca! ¡Nos salpicará!

4

Patricia tenía razón. Sin la protección de los trajes de transpiel, el contacto con un pedazo del monstruo sería mortal. y el impacto del lanzallamas no dejaría de hacer saltar trozos de la bestia. La tomó de la muñeca y huyeron por el desfiladero, intentando alejarse lo suficiente para efectuar un disparo. A unos cuatro metros les seguía el Pegajoso, avanzando ciegamente en la única dirección que sabía... hacia el alimento.

Consiguieron ventaja. Un recodo del desfiladero, que discurría hacia el sudoeste, lo hacía pasar de improviso hacia el sur. La luz del Sol, siempre fija al este, quedó oculta; se hallaban en un lugar de perpetua penumbra y el terreno era de roca pelada y sin vida. Al llegar allí el Pegajoso se detuvo; como carecía de organización y de voluntad, no podía moverse si el alimento no le daba dirección.

Sólo la vida superabundante de Venus podía mantener a semejante monstruo; no vivía sino comiendo sIn cesar.

Ambos se detuvieron en el recodo sombrío.

—¿Y ahora? —murmuró Ham.

Un buen disparo contra la masa era imposible desde aquel ángulo, ya que no la destruiría sino en parte.

Patricia dio un salto y arrancó un matorral de la pared, que crecía donde ésta recibía un. débil rayo de luz. Lo echó delante del monstruo, y este avanzo medio metro.

—Engañémoslo —propuso la muchacha.

Era imposible; la vegetación era demasiado escasa.

—¿Qué va a hacer esa cosa? —preguntó Ham.

—Una vez vi uno perdido en el límite desértico de las Tierras Calientes —respondió la muchacha—. Se retorció largo rato y luego las células se atacaron entre sí. Se devoró a sí mismo. ¡Fue horrible!

—¿Cuánto tiempo duró?

—¡Ah! Cuarenta o cincuenta horas.

—No voy a esperar tanto tiempo —gruñó Ham. Rebuscó en su mochila y sacó el traje de transpiel.

—¿Qué quiere hacer?

—Ponerme esto y disparar desde cerca.

—Empuñó el lanzallamas.

—Este es el último cañón —observo Ham, sombrío, y luego agrego animándose—: Pero tenemos la suya.

—La cámara de mi pistola se rajó la última vez que la usé, hará diez o doce horas. Pero tengo muchos cañones.

—¡Perfecto. —dijo Ham.

Se arrastró con cautela hacIa el palpitante y horrible amasijo blanco. Extendió los brazos para abarcar el mayor ángulo posible, apretó el gatillo y el trueno del disparo retumbó en el desfiladero. Volaron pedazos del monstruo a su alrededor, y el resto chamuscado por la incineración de toneladas de podredumbre se redujo a un espesor de noventa centímetros.

—¡El cañón ha resistido! —gritó triunfalmente. Evitaba por esta vez el tener que cambiarlo.

Cinco minutos después el arma volvió a disparar. Cuando la masa del monstruo cesó de agitarse, sólo quedaban cuarenta y cinco centímetros de espesor pero el cañón quedó atomizado.

—Tendremos que usar uno de los suyos —dijo.

Patricia sacó uno, Ham lo cogió y dejó caer la mano con desaliento. ¡Los cañones fabricados en Enfield eran demasiado pequeños para la pistola norteamericana!

—¡Serán idiotas...! —gruñó.

—¡Idiotas! —exclamó ella—. ¿Acaso los yanquis usáis morteros de trinchera para los cañones?

—Hablaba de mí mismo en realidad. Debí suponerlo. —Se encogió de hombros—. Bien, ahora podemos elegir entre esperar aquí a que el pegajoso se devore a sí mismo, o buscar otra manera de salir de esta trampa. Tengo la corazonada de que este desfiladero carece de salida.

Patricia admitió que probablemente era así. La grieta esa consecuencia de algún movimiento antiguo que había partido la montaña en dos. Al no ser debida a la erosión del agua, cabía que terminase en una herradura inexpugnable, aunque también era posible que alguna de aquellas paredes pudiera ser escalada.

—De todos modos, nos sobra tiempo —concluyó la muchacha—. Podemos intentarlo. Además... —y arrugó la naricilla, aludiendo al hedor del Pegajoso.

Ham la siguió a través de la penumbra, sin quitarse aún la protección de transpiel. El pasadizo volvía a doblar hacia el oeste, las rocas eran tan altas y abruptas que el Sol no llegaba al fondo. Era un lugar de sombras, como la región de las tormentas que separa la zona de penumbra del hemisferio oscuro: ni noche ni día auténticos, sino un estado intermedio.

A sus ojos los miembros bronceados de Patricia parecían pálidos en vez de morenos y, al hablar, su voz despertaba extraños ecos entre los acantilados opuestos. Aquel abismo era un lugar extraño, un rincón siniestro y desagradable.

—Esto no me gusta —comentó Ham—. El paso se acerca cada vez más a la zona de oscuridad. Recuerde que nadie sabe lo que hay en el lado oscuro de las Montañas de Eternidad.

Patricia se echó a reír; el eco fue fantasmagórico.

—¿Qué peligro puede haber aquí? En todo caso, tenemos las pistolas.

—No hay salida —refunfuñó Ham—. Regresemos.

Patricia le plantó cara.

—¿Tiene miedo, yanqui? —bajó la voz—. Los nativos dicen que en estas montañas hay fantasmas —prosiguió burlonamente—. Mi padre me contó que había visto cosas extrañas en el Paso del Loco. ¿Sabe que si hay seres en el lado nocturno, sería fácil que llegaran hasta aquí, con la oscuridad que hay?

Se estaba burlando de él. Volvió a reír. De repente, su risa fue repetida en espantosa cacofonía desde las paredes de piedra que se cernían sobre ellos.

Palideció; ahora era Patricia la que estaba asustada. Contemplaron con aprensión los muros de roca, donde aparecían y desaparecían sombras extrañas.

—¿Qué... qué ha sido eso? —susurró—. ¡Ham! ¿Ha visto?

Ham lo había visto. Una sombra había sobrevolado la franja de cielo, saltando de un acantilado a otro sobre sus cabezas. Volvió a oírse una risa ululante. Unas siluetas obscuras se arrastraban como moscas sobre las paredes cortadas a pico.

—¡Regresemos! —jadeó la muchacha—. ¡Pronto!

Mientras Patricia se volvía, un objeto pequeño de color negro cayó a su lado y se rompió con un estallido tétrico. Ham lo miró. Era una cápsula, un saco de esporas de tipo desconocido. Se alzó una nube densa y negra, Ambos comenzaron a toser violentamente, Ham sintió que la cabeza le empezaba a dar vueltas, y Patricia se apoyó en él.

—¡Es un... narcótico! —murmuró—. ¡Vámonos!

Otra docena de bolas reventaron alrededor de ellos. Las esporas formaban negros remolinos y el respirar se convertía en una tortura. Los estaban drogando y asfixiando al mismo tiempo.

Ham tuvo una idea salvadora.

—¡La máscara! —tosió. cubriéndose el rostro con la mascarilla de transpiel.

El filtro que protegía a los seres humanos contra los mohos de las Tierras Calientes también limpiaba de aquellas esporas el aire. Pero el protector de la muchacha se hallaba en algún lugar de su mochila y no lo encontraba. Cayó sentada en el suelo.

—Mi mochila —murmuró—. Llévesela. Su... su... —tuvo un acceso de tos.

La arrastró hasta el refugio de un saliente y sacó de la mochila su traje de transpiel.

—¡Póngaselo! —gritó.

Estallaron veinte cápsulas más.

Una figura saltó furtivamente sobre el muro de roca, a gran altura.

Ham apunto con la automática y disparó. Se oyó un grito agudo y chirriante, al que respondió un coro de alaridos, y un ser del tamaño de un hombre se despeñó hasta caer amenos de tres metros de él.

Era espantoso. Ham observó afligido aquella criatura no muy distinta de los nativos que él conocía con tres ojos, dos manos y cuatro piernas; aunque las manos, que tenían dos dedos como las de los habitantes de las Tierras Calientes, no eran como pinzas, sino que blancas y con garras.

¡Y el rostro...! No era la cara ancha e inexpresiva de aquellos, sino una máscara angulosa, malévola y sombría, con ojos de doble tamaño que los de los nativos. No había muerto, sino que aún destilaba odio; cogió una piedra y se la arrojó sin fuerzas, aunque con aviesa intención. Luego murió.

Naturalmente, Ham ignoraba lo que era. Se trataba de un triops noctivivans, el «morador de tres ojos de la obscuridad», un ser extraño e inteligente que por ahora es el único del lado nocturno que conocemos. A veces se encuentran individuos de estas razas feroces en las obscuras gargantas de las Montañas de Eternidad. Es probablemente la criatura más maligna de los planetas conocidos, un ser absolutamente incomprensible que no vive sino de la matanza.

Con el disparo, la lluvia de cápsulas concluyó y hubo un coro de carcajadas de hiena. Ham aprovechó el respiro para cubrir el rostro de la muchacha con la mascarilla, que se le había caído después de ponérsela a medias.

Entonces se oyó un silbido agudo. Una piedra rebotó y le alcanzó en el brazo. Otras llovieron a su alrededor, rápidas como balas. Hubo tal revuelo de siluetas, con grandes saltos hacia el cielo y terribles risas burlonas. Disparó contra uno de los que saltaban. Oyó de nuevo el grito de dolor, pero esta vez el enemigo no cayó.

Las piedras seguían lloviendo sobre él. Eran pequeñas, del tamaño de guijarros, pero las disparaban con tanta fuerza que silbaban al pasar y herían su carne a través del traje protector. Tumbó a Patricia boca abajo, pero la muchacha gimió débilmente cuando un proyectil la golpeó en la espalda. La escudó con su cuerpo.

La situación era insostenible. Debían arriesgarse a retroceder, pese a que el Pegajoso bloqueaba la salida. Pensó que protegidos por el traje de transpiel, tal vez podrían pasar sobre la masa. Sabía que era una idea delirante; el protoplasma viscoso los envolvería hasta sofocarlos... pero debía correr el riesgo. Tomó a la muchacha en brazos y corrió rápidamente por el desfiladero.

Alaridos, chillidos y un coro de risas burlonas retumbaron a su alrededor. Las piedras le golpearon en todas partes. Una le dio en la cabeza, haciéndole tropezar y golpearse contra la roca. Pero siguió corriendo con obstinación. Ahora sabía qué le impulsaba: era la muchacha que llevaba. Tenía que salvar a Patricia Burlingame.

Ham llegó al recodo. La luz del Sol daba arriba, sobre la pared oeste. Sus repulsivos perseguidores se refugiaron en el lado oscuro. Afortunadamente, no soportaban la luz natural; con mantenerse muy pegado a la pared oriental quedaba algo protegido.

Faltaba el otro recodo, bloqueado por el Pegajoso. Cuando vio algo que le hizo sentirse enfermo. Tres seres se hallaban reunidos junto a la masa blanca, comiendo —¡realmente comiendo!— de aquella carroña. Se volvieron aullando al acercarse él. Tumbó a dos de ellos a tiros, y cuando el tercero quiso escalar el muro lo liquidó también de un disparo. Al caer en medio de la masa informe hizo un chapoteo estremecedor.

Volvió a sentir náuseas. El Pegajoso se retiraba; el caído quedaba en un hueco semejante al agujero de una rosquilla gigante. Ni siquiera el monstruo se atrevía con aquellas criaturas.

(Se ignoraba entonces que, mientras los seres del hemisferio nocturno de Venus pueden devorar y digerir los seres del lado diurno, lo contrario es imposible. Ninguna criatura del hemisferio diurno puede devorar seres del lado oscuro, debido a la presencia de varios alcoholes metabólicos venenosos)

Pero el indígena, al saltar, había atraído la atención de Ham hacia un reborde saliente unos treinta centímetros. Tal vez... Sí, quizá fuese posible utilizar aquella senda para eludir al Pegajoso. Sin duda seria difícil bajo la lluvia de piedras, pero no quedaba otra alternativa.

Soltó a la muchacha para liberar su brazo derecho. Metió otro cargador en la pistola y disparó al azar hacia las sombras que saltaban arriba. La granizada de guijarros cesó un instante y, con un esfuerzo convulsivo y doloroso, Ham arrastró a Patricia hasta el saliente.

Las piedras llovieron de nuevo a su alrededor. Avanzó paso a paso, cruzando exactamente por encima del Pegajoso condenado.

¡Muerte abajo y muerte arriba! Poco a poco salió del paso; arriba, ambos muros reflejaban la luz del sol y ya estaban a salvo.

Al menos él estaba a salvo. La muchacha tal vez había muerto, pensó con desesperación mientras seguía el rastro trazado por el Pegajoso. Cuando salieron a la luz quitó la mascarilla del rostro de la muchacha y observó sus rasgos blancos, fríos como el mármol.

No estaba muerta, sino presa de un sopor producido por los narcóticos. Una hora después volvió en sí, aunque se sentía débil y muy asustada. Lo primero que hizo fue reclamar su mochila.

—Aquí está —contestó Ham—. ¿Qué es eso tan importante que lleva en su mochila? ¿Sus notas?

—¿Mis notas? ¡Oh, no! —un ligero rubor cubrió su rostro—. Eso... es lo que intentaba decirle... se trata de su xixtchil.

—¿Cómo?

—Sí, yo... no la tiré para que se enmoheciera. Es suya, Ham. Muchos traficantes británicos entran en las Tierras Calientes norteamericanas. Rompí la bolsa y oculté la hierba en mi mochila. Los mohos del suelo se hallaban allí porque yo les arrojé algunas ramas... para que pareciera auténtico.

—Pero... pero, ¿por qué?

El rubor se hizo más intenso.

—Quería castigarle —susurró Patricia— por mostrarse tan... tan frío y distante.

—¿Yo? —se asombró Ham—. ¡Usted sí que estaba fría y distante!

—Quizá fue así al principio. Usted entró en mi casa a la fuerza. Pero... Ham, cuando me salvó de la erupción de barro... fue distinto.

Ham se atragantó y, con un gesto brusco, la cobijó entre sus brazos.

—No pienso discutir quién tiene la culpa. Pero hay otra cuestión que arreglaremos en seguida. Iremos a Erotia y allí nos casaremos en una buena iglesia norteamericana, si ya la han construido y, si no es así, nos casara un buen Juez norteamericano. No se hable más del Paso del Loco ni de cruzar las Montañas de Eternidad. ¿Está claro?

Patricia miró las vertiginosas cumbres y se estremeció.

—¡Muy claro! —respondió, obediente.

FIN

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